No hace falta ser ingeniero -y encima, Pellegrini lo es-. El más lerdo intuye que Mestalla es hoy un campo abonado para que crezca el drama. Eso lo percibe el técnico del Málaga, lo huele Joaquín, conocedor del percal valencianista, y se lo teme la parroquia, que acudirá con la garganta afinada para vocear a los suyos, y con la muñeca lubricada para flamear los pañuelos de protesta. Hay cuentas pendientes -Betis y Cádiz- y si el Valencia no encarrila pronto el partido, la grada le pasará factura de inmediato.

Inmolado en el altar de Londres por su propio entorno, que generó falsas expectativas y depositó en ese partido esperanzas exageradas, el equipo no ha levantado cabeza desde aquel guantazo que le propinó el Chelsea. Es lo que tienen estos requerimientos colectivos a la hazaña inflada -como se planteó la grandilocuente expedición a Stamford Bridge- que luego, si no se resuelven favorablemente, se tornan en contra, con un efecto boomerang igualmente desorbitado. Roto el ánimo desde la noche londinense, el valencianismo anda deprimido. Y su equipo, también. Es como si en ese vestuario no hubiese nadie capaz de levantar el ánimo, insuflar energías y replantear objetivos. Al contrario: da la impresión de que la temporada, ya a estas alturas, cuando no ha llegado a su mitad, comienza a hacerse larga, como si la suerte estuviera echada. Algunos futbolistas parece que han efectuado sus cálculos y lo tienen todo planeado: con aguantar el tipo, vale para ir tirando.

Peligro en la noche. Porque un traspié ante el Málaga, dejaría abierta la puerta a la tragedia, el próximo jueves en Copa.