Convalezco de uno de los inviernos más duros de mi vida. Un invierno cruel, diríamos. Hacia las navidades enfermé y solo ahora he empezado a sentir que regresaba al cuerpo del que había sido expulsado, quizá que el cuerpo regresaba a mí. Lo malo es que no fue una enfermedad de las de quedarse en la cama. No era para tanto. Un día me encontraba mal y otro peor, a veces tenía unas décimas (pocas, tres o cuatro), pero no logré alcanzar ese estado en el que abres los ojos, observas la realidad y comprendes que te importa un pimiento. La realidad no dejó de importarme, de modo que cada día me levantaba e iba a trabajar a ella, a la realidad, como el contable acude a su oficina. Para decirlo todo, era una realidad más de trabajos forzados que de despacho. Me daban una maza y tenía que convertir piedras grandes en pura arena.

En eso devino escribir durante todos estos meses, en destripar terrones. Parecía un esclavo del siglo XIX construyendo una línea de ferrocarril bajo el látigo de un capataz vestido de negro. Cuando Dios te da un don, decía Truman Capote, te da un látigo. De modo que yo iba colocando una frase detrás de otra bajo la mirada atenta del látigo, presto a descargarse sobre mi espalda al menor desvío sintáctico. La escritura tiene algo de raíl de tren. Por esos raíles circulan las ideas. Si descarrilan, mal asunto. Una idea descarrilada constituye un espectáculo atroz para uno mismo y para los lectores.

No pasé en la cama ni un solo día, en fin. Viajé mucho. Los viajes me mataban, pues me exigían un plus de energías que yo iba sacando de una despensa energética que tengo dentro de mi cabeza, pero cuyas reservas son limitadas. Acudí al médico en varias ocasiones, claro. Es alérgico, me decía. O no se preocupe, está todo el mundo igual. Me mandaba unos remedios que me hacían mal al estómago y al día siguiente ahí estaba yo, picando piedras de nuevo, construyendo frases, colocando tramos sintácticos de acero sobre traviesas de madera. Hoy, al ir a por el periódico, hacía un sol espléndido y los prunos habían florecido. Tuve la impresión de que eso marcaba el principio de la convalecencia. Pero no podría jurarlo.