Son así. Estiran el cuello para hacer un hueco al aire entre la piel y la corbata: o para hacer una señal cómplice a Dios, directamente. Se ajustan la chaqueta, la abotonan con delicadeza, como si no fuera suya la prenda y tuvieran que devolverla sin demasiado daño una vez usada. Se tapan los ojos con las mismas manos que abotonaban la chaqueta para ocultar el gesto rabioso o la cobardía cuando han de asumir los números rojos de sus más que supuestas actuaciones delictivas. Se retratan jubilosos en medio de una borrachera de samba y poderío la noche en que las urnas electorales acaban de concederles la victoria.

Son así y por eso cuando tienen el poder lo ejercen a favor suyo y sobre todo contra los otros. Les dices que no te gusta lo que hacen y te matan. O te rematan, como dijo hace unos meses Alfonso Rus. Y lo dijo no porque fuera el presidente de la Diputación de Valencia, que lo es, sino porque es muy macho y cada vez se encuentra más a gusto con su lenguaje atrabiliario y sus bravuconadas. Y luego se les enciende la boca hablando del venezolano Chávez porque uno de sus ministros acaba de decir que el PP viene del franquismo. Si no es de ahí, de dónde vienen quienes hacen lo imposible para cargarse al juez Garzón porque destapó el caso Gürtel y abrió la posibilidad de escarbar en los crímenes de la dictadura franquista. Si no es así por qué se niegan a admitir que el franquismo fue un horror de los más grandes que ha padecido la historia contemporánea. Si no es así, por qué se acaban de cubrir de gloria censurando una exposición fotográfica en el MuVim de Valencia.

La respuesta a esto último es clara: ese museo depende de la Diputación de Valencia y Alfonso Rus no iba a permitir que se colgaran en sus paredes imágenes en que aparecen los suyos hablando con Dios, o abotonándose la chaqueta que a lo mejor era de las tiendas Gürtel, o tapándose los ojos para ocultar el llanto o el cabreo después de un contratiempo que auguraba momentáneamente la ruina política, o marcándose un baile borracho en una noche de triunfo electoral. Si ordenar que de una exposición que organizan el Muvim y la Unió de Periodistes Valencians se descuelguen las fotos que a ellos les rota, si eso no es mamar con delectación la leche del franquismo ya me dirán ustedes qué es.

La censura vuelve a hacer de las suyas en manos del PP, esta vez no en el Parlamento valenciano, persistentemente condenado a la ley del silencio por el rodillo conservador, no en ese cubil mafioso de Canal 9, no en sus periódicos afines: esta vez la censura ha sido en un museo que se reclama a sí mismo, paradójicamente, de la Ilustración y la Modernidad, un espacio donde la libertad debiera haber sido protagonista absoluta y sin embargo se ha convertido en víctima de una ordinariez despótica que ruboriza a cualquier persona con un mínimo de sensibilidad artística y talante democrático. Las fotografías censuradas ya habían aparecido en los periódicos a lo largo del año pasado. Eran precisamente el relato, ahora más pausado, de un tiempo que al verse colgado en las paredes de un museo adquiría un tono de tranquila duración, de poéticas diferentes mostradas en sus comunes cercanías, de realidad contrastada ahora con la que exige el fogonazo de la inmediatez en el periodismo de todos los días.

La censura es cosa de gente así, como son ellos, acostumbrada a vivir la política como una dictadura y no como una democracia. La democracia a ellos se la suda. Por eso, el director del Muvim, mi querido Román de la Calle, ha dimitido después de tanto mangoneo bochornoso por parte del presidente de la diputación y sus colegas, los diputados Salvador Enguix y Máximo Caturla. Un gesto de dignidad entre tanta miseria moral y tanta desvergüenza. Pero a ellos qué. Ellos no dimiten, claro que no. Ahora nombrarán a otro director que acepte sus condiciones censoras y se acabó el asunto. Qué tristeza, ¿no? Y cuánta rabia también. ¡Cuánta rabia!