Baltasar Garzón no se sienta en el banquillo de los acusados por antifranquista. Desde luego, no lo hace por esta razón en el procedimiento que se sigue por presuntos cobros realizados al Banco Santander y posterior archivo de la causa que su juzgado tenía abierta contra Emilio Botín. Pero incluso en el asunto relativo a los crímenes del franquismo, la causa de su imputación se limita al hecho de que abrió el asunto a sabiendas de que la Ley de Enjuiciamiento Criminal prohíbe el encausamiento de personas fallecidas y de que su acción violaba la letra y el espíritu de la Ley de Amnistía de 1977 y no son estas las únicas normas ignoradas, con pleno conocimiento de causa, por su señoría.

Dicho lo cual, debe usted saber que si usted o yo, en la piel de don Baltasar, hubiéramos hecho lo propio, nos encontraríamos, tal día como hoy, calentando banquillo y no precisamente en espera de salir a jugar. A partir de estas dos realidades inmutables, quiero denunciar públicamente lo que yo entiendo son actitudes fascistas. Y ¿por qué?, se preguntará usted; pues porque yo, como usted, abomino del fascismo.

En primer lugar, si alguien se considera por encima de la ley, si alguien piensa que la ley, que es aplicable para los demás, no lo es en la misma medida para si mismo por las elevadas motivaciones que le guían, ya sea la salvación de la patria, que rara vez desea ser salvada, o la imposición de su criterio personal sobre el concepto de justicia histórica y o universal, es… un fascista. Si además se da la circunstancia de que cobra del erario público precisamente para garantizar al resto de los ciudadanos que «nadie está por encima de la ley» es… un fascista.

Todos aquellos que piensan y defienden que la ley debe aplicarse de distinta manera a los míos que a los otros, todos aquellos que creen y promueven que los que piensan como ellos o comparten su ideología, deben situarse por encima del imperio de la ley son a mi juicio… unos fascistas. Cuando ello coincide con la circunstancia de que por tratarse de servidores públicos o por su relevancia social deberían ser para todos un ejemplo en la defensa de los valores democráticos, y la afirmación de que «la ley es igual para todos» se encuentra en el origen mismo de ese sistema de libertades, tales personajes son a mi juicio… unos fascistas, notorios… pero unos fascistas.

Finalmente, aquellos que niegan a los demás, a los que no comparten sus puntos de vista, planteamientos ideológicos o posicionamientos políticos, el ejercicio de los legítimos derechos que la ley les reconoce son… unos fascistas. A mí no me gusta la Falange, ni los falangistas, pero, hoy por hoy, es una formación política tan legal como cualquier otra y la grandeza del sistema y la profunda fe democrática de cada uno de nosotros nos obliga a respetar y reconocer sus derechos en la misma medida en que lo exigiríamos para los nuestros. Promover lo contrario nos igualaría a ellos, defender lo contrario nos obligaría a militar en Falange por pura afinidad ideológica, nos convertiría en unos escuadristas de camisa azul, parda o negra y… hasta ahí podíamos llegar. En resumen, «yo estoy por encima de la ley, los míos también y los que no piensan como nosotros no tienen derechos» es exactamente lo que pensaba el general, es franquismo puro, es fascismo militante y escuadrismo de la peor especie… en mi modesta opinión.