Finalmente, la burbuja inmobiliaria, el ciclo especulativo, reventó, como habían avisado algunos aguafiestas a quien nadie quiso hacer caso. Acaba un ciclo de sobreproducción inmobiliaria (1996-2007) conocido ya como el del tsunami urbanístico o del ladrillazo, en el que se han urbanizado en el País Valenciano entre 30.000 y 40.000 hectáreas. La cifra es poco precisa, pues se trata de una estimación llevada a cabo por el Observatorio de la Sostenibilidad de España a partir de las fotografías satelitales obtenidas por el programa Corinne Land Cover de la UE. Y esa superficie equivale a nueve o diez veces el total del suelo urbano de Valencia, incluyendo los usos residenciales, productivos y dotacionales; es decir, todo el suelo urbanizado desde su fundación romana hasta la actualidad.

De esa abultada cifra, una parte significativa pendiente de evaluar permanece vacía. Son terrenos que se han urbanizado pero en los que no se ha edificado ni previsiblemente se ocuparán, porque ello equivaldría a incorporar unos ocho millones de habitantes. Algo impensable se mire como se mire. Un ámbito que forma lo que podríamos denominar la ciudad vacía.

De entrada, es difícil aceptar que podamos llamar ciudad a un espacio totalmente urbanizado pero perfectamente vacío. Porque la ciudad no es sólo un artefacto físico, un entorno edificado (la urbs), sino también los ciudadanos que la habitan (civis) y las actividades y relaciones que establecen entre ellos (polis). Traigo a mano estas conocidas disquisiciones para llamar la atención sobre lo inadecuado del título: no hay realmente ciudad en ese vacío urbanizado, pero la expresión es suficientemente gráfica y resume bien el problema.

Y el problema es qué hacer con esas miles de hectáreas urbanizadas, con unos niveles de calidad e inversión muy elevados sin uso. Es éste uno de los efectos más perversos del ladrillazo. Disponemos de enormes extensiones de suelo perfectamente urbanizado, acabado, llave en mano: ajardinado, con todo tipo de mobiliario urbano, redes infraestructurales y conexiones, acabadas y vacías. Ni siquiera podemos pensar en dejar pasar el tiempo a la espera de su ocupación, porque no es razonable pensar en un crecimiento demográfico que como mínimo doble la población actual para llenar esa nueva periferia; la alternativa de que los nuevos habitantes y las actividades requeridas salgan de la ciudad consolidada es igualmente rechazable ya que supondrían vaciarla e iniciar un proceso de decadencia muy perjudicial.

Si la construcción de esa vasta superficie urbanizada ha tenido unos impactos paisajísticos, ecológicos, económicos y sociales tremendos, hay que pensar ahora en los costes de su mantenimiento. Muchos ayuntamientos están descubriendo que los sectores urbanizados y vacíos suponen un balance negativo para las finanzas municipales, pues los costes de mantenimiento (seguridad, iluminación, limpieza, correo, transporte, jardinería) superan con exceso la recaudación de esas zonas, que han pasado de ser el maná para las arcas públicas a ser un agujero fiscal. Pero ahora es tarde; lo descubren (a pesar de que algunas voces autorizadas ya lo habían avisado) cuando están obligados a la prestación de unos servicios públicos cuyo coste no pueden cubrir con los impuestos.

Del bosque de grúas que caracterizó el paisaje de la etapa del ladrillazo hemos pasado al bosque de farolas, un nuevo paisaje urbano, que invierte la caracterización de la periferia de nuestras ciudades: si en la etapa del desarrollismo se pudo hablar de edificación sin urbanización, hoy deberíamos describirla como urbanización sin edificación. Estamos ante un problema que va más allá del paisaje, y que carga con una hipoteca, difícilmente pagable, cualquier política urbanística transformadora.