Zapatero apunta a Zarra como el sitio preferente para instalar el almacén nuclear, pero añade enseguida que es imprescindible la colaboración institucional. Ha elegido la peor tierra para ese bienaventurado propósito. La Valencia del PP vive de ondear banderas contra el Gobierno socialista, se nutre de la aflicción —real o imaginaria— y expía todos sus pecados sobre el cogote de ZP, culpable, como se sabe, de todos nuestros males. De momento, Compromís ha calificado la intención de ZP de insulto a los valencianos: una burla a nuestro autogobierno. Los ecologistas y demás variedades verdes repudian el cementerio atómico, muy en su línea, que es, a la vez, la del PP, cada cual según sus intereses. Basta dejar pasar los años para contemplar analogías asombrosas, decía el sabio chino. El PP, que flotaba en la ambigüedad mientras el embrión del almacén en cuestión recorría despachos, expertos e informes, encendió, hace alguna semana, todos sus misiles, en un apocalipsis multiatómico: ZP nos da menos dinero que al españolito medio (es verdad, basta ver la financiación), nos quita el agua y la alegría y, encima, nos envía toda la basura nuclear que España repudia. La leyenda viva contra el malvado gobierno de Zapatero, siempre presto a hundir por tierra, mar y aire a la Valencia gloriosa, emerge colosal por la parte que nunca hubiéramos imaginado: la atómica. ¿Quién nos lo iba a decir, a los valencianos de la lechuga y el tomate, de los zapatos y la cerámica, del mueble y poco más, que, décadas después de la central de Cofrentes, estaríamos peleándonos con Madrid por un pedazo de universo nuclear?

El PSPV, por su parte, puede hacer dos cosas: oponerse al orgasmo molecular o refrendar la decisión de ZP. Si se opone, como lo viene haciendo, arrancará pedazos de victimismo al PP —al igual que con el trasvase Tajo/ Segura—, lo que le aportará al socialismo de aquí pedigrí de valencianía. Si navega al pairo, le dejará todo el campo libre a su adversario político. Entre otras cosas, porque ZP ha designado al ministro Sebastián a fin de derretir la posición pétrea del Consell. Es decir, que el fracaso está asegurado. Más aún: la amenaza sobre el socialismo valenciano es más que evidente. Sebastián, desde que sustituyó a Jordi Sevilla —y mucho antes, desde que se presentó como candidato contra Gallardón— no ha acertado ni una: no sólo es consciente la opinión pública y lo admite el propio PSOE, sino que su fama se extiende por las taigas de Mongolia. Descartemos los golpes de efecto de fatua pedagogía, puesto que nadie sabe por dónde andan los inventos de las bombillas y los coches. De modo que si convencer al Consell es tarea inútil —las elecciones están a la vuelta de la esquina—, a no ser que le prometan cielos dinerarios estilo País Vasco, el mediador seleccionado es que remata la faena. Acabarán pactando con Ascó, donde el patio político, pese a lo que digan, es más receptivo. Dejemos pasar las elecciones catalanas. Lo cual será una metedura de pata, porque Zarra es un destino perfecto —revitalizará la comarca— para el camposanto de los átomos moribundos. (Y todo porque el personal teme estirar la pata. ¿Es que hay alguien que no se vaya a morir?).

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