El prosista y psiquiatra António Lobo Antunes (mejor que el Nobel Saramago) cuenta que en los tiempos en que fue médico militar en la guerra de Angola había combatientes que llevaban un collar con las orejas ensartadas de sus ­enemigos abatidos. Ésa fue, seguramente, una de las visiones abrasadas que le convirtió en escritor, no me extraña que uno de sus libros inaugurales se titule Conocimiento del infierno. La historia del collar de orejas me ha recordado lo lejos que estamos de esa vibrante, brutal, memorable sinceridad cuando decimos que nuestros soldados siguen en Afganistán en misión humanitaria porque durante el día ponen vacunas y por la noche cazan barbudos.

En fin, que con un poco de claridad, Rafael Blasco y sus marañas (y maracas) hubiera sido inviable. La nitidez de concepto —la mejor herencia griega— no es incompatible con la crueldad, pero sí con las maniguas, los recovecos y el esplendor tentacular del pulpo. Siempre dije que Blasco fue un adelantado de la ideología prêt-à-porter, tal vez porque se crió en una de esas absurdas sectas neocomunistas que convirtieron el debate ideológico en ferocidad de mando y bizantinismo tomista. Comprendo perfectamente al conseller cuando no hace mucho emulaba a Lizondo para señalar a sus críticos como agentes catalanes del tripartito. Blasco ya tiene felizmente resuelto el problema del poder: uno lo tiene y lo disfruta y los demás, que traten de explicarlo.

El problema de las marañas es que uno acaba atrapado en ellas, es inevitable. El hombre es lo que hace, que decía algún existencialista, quizás el Sartre de todos los chicos y chicas de mi edad, así que me imagino la cabeza del conseller como una comedia de puertas por donde aparecen y desaparecen los mismos personajes, ahora como benefactores de Nicaragua y después como agentes inmobiliarios, más tarde como dirigentes socialdemócratas ficticios y, al final, como expertos en cooperación, líderes vecinales, campeones hídricos o tíos de la bocina como Harpo Marx. Legal, tal vez, pero de psiquiatra.