En el mapa mundial de la corrupción, según la organización Transparencia Internacional, España anda clasificada en el puesto treinta. A continuación, en el espectro de los sucios, llegan ya los Botswana, Brunei, Buthan o Portugal. Más limpios que España están Chipre, Emiratos Árabes, Eslovenia o Estonia, lo que tampoco bendice de gloria el estudio. Naturalmente, la gama de los países escandinavos y teutónicos encabeza la lista cromática de la higiene pública. Acudamos al fraude, que es lo mismo. Una encuesta de las entidades financieras españolas asegura que más del 45% de los españoles no dudaría en defraudar a Hacienda. Cierto. Basta salir del despacho para ojear la vida. Y en la vida el pillaje es generalizado. ¿Herencia judeocristiana? ¿La tradición de la picaresca del Siglo de Oro? La corrupción es el sistema nervioso del escenario español. Un señor amplía el paellero en la casita de campo sin pasar los controles obligados. Los albañiles que acuden están en el paro, de modo que cobran dos veces: de las arcas públicas y del propietario de la casa. Otro señor cambia de nombre su empresa para despedir a una parte de los empleados y continuar produciendo bajo otra denominación. En el transcurso ha puesto el nombre de la mercantil bajo la jurisdicción de un familiar, y él mismo, el propietario, recibe la paga mensual de las arcas públicas mientras sigue ligado a su labor. Las estafas son infinitas. Como decía el sabio, saltarse un semáforo ya es situarse fuera de la ley.

Colocar a los familiares en los ayuntamientos, utilizar los medios materiales del centro de trabajo, usar el coche de la empresa para viajes privados, engancharse al alumbrado público puenteando el contador, desgravarse como gastos de empresa la compañía de señoritas, aprovechar a los subalternos de la fábrica para labores privadas en el hogar, usar el gasoil de las barcas de pesca para viajar con el yate, hallarse bajo el régimen agrario cuando se va dos horas al año al campo, simular que te han desvalijado la casa, quemar la fábrica ante la quiebra, pagar un año de póliza a todo riesgo para solucionar los problemas crónicos de chapa y pintura del automóvil, echar a los trabajadores cuando llegan las vacaciones para evitar pagarles y cobrar la subvención de la nueva contratación tres meses después, abonar el tique del aparcamiento horas antes de sacar el coche, domiciliar el vehículo en un ayuntamiento para ahorrarte el impuesto de circulación, comprar un traje en unos grandes almacenes y devolverlo quince días después de haberlo usado en una fiesta, llevar seis prendas encima en los vuelos de bajo coste para eludir el suplemento del equipaje, compartir coche oficial sin renunciar a cobrar las dietas individuales.

Es tan amplia y extensa la lista de la corrupción cotidiana que a nadie le extraña que apenas cotice electoralmente. Quizás incluso tenga el efecto contrario, como en Italia: puede causar admiración. ¿No tendría razón Ripoll: quien esté libre de pecado que tire la primera piedra?