La información con abundante apoyo fotográfico sobre los funcionarios de la Ciudad de la Justicia de Valencia que fichan a la entrada y se marchan no sólo ha suscitado una contradictoria reacción de la Generalitat y los sindicatos, que se han extendido en variopintas justificaciones. Desde el pasado viernes, carteles con la fotografía del periodista de Levante-EMV que narró las primeras entregas del escándalo circulan y ocupan paredes y otros espacios de salas del complejo, incluida la de la Fiscalía, esa institución que, precisamente, tiene encomendada constitucionalmente la defensa de la legalidad y la persecución del delito tanto de oficio como a instancia de parte.

Como si estuviéramos en los tiempos del lejano Oeste americano, los profesionales que pusieron de relieve una información cierta, demostrada y de gran interés son señalados y estigmatizados cual delincuentes con el fin de entorpecer al máximo su tarea informativa.

Matar al mensajero es una atrocidad que ha estado y está a la orden del día en según qué épocas, inframundos, países y regímenes políticos. Pero que se practique ahora y aquí y en el lugar donde se imparte justicia y donde por tanto menudean los secretarios, jueces y fiscales, resulta doblemente inadmisible. Por más que la modalidad elegida por los absentistas para perpetrar su venganza haya sido el asesinato de carácter, ni el fiscal superior de la CV Ricard Cabedo ni la fiscal jefe de Valencia Teresa Gisbert pueden llamarse a andana como ha terminado haciendo Rafael Blasco respecto al escaqueo funcionarial.