Asistimos al sempiterno debate sobre las incompatibilidades laborales de los parlamentarios y, por extensión, sobre los sueldos de los políticos. No deja de ser curioso que este debate se reabra en tiempos de crisis, cuando durante los años de bonanza a nadie parecía preocuparle el sueldo de los parlamentarios, o si los expresidentes realizaban bolos en universidades extranjeras o ejercían de asesores áulicos de compañías multinacionales. Ahora, con la crisis, nos descubrimos mirando a nuestro alrededor y exasperados por los privilegios y sueldos de los políticos. Sin embargo, sólo las especiales condiciones exigidas para ostentar un cargo público deberían ser la medida para establecer las retribuciones: representar a los ciudadanos durante un tiempo limitado es un compromiso que merece una remuneración suficiente y digna; pero, en contrapartida, la ciudadanía debe exigir parlamentarios preparados y los partidos seleccionar bien a sus candidatos.

Además, tras su paso por la política deberían ser tratados como trabajadores sin que se menoscabasen sus derechos; es decir, pudiendo cobrar el paro cuando no se incorporasen a un puesto de trabajo. Pero sin privilegios, como por ejemplo percibir la pensión máxima por haber estado 11 años en el parlamento aunque no

hayan trabajado el mínimo de años legalmente establecidos. El salario de nuestros parlamentarios es de los más bajos de Europa, aunque a mucha gente le puede parecer exagerado, vista la preparación y el trabajo de algunos diputados. Pero, en general, es una retribución exigua para la responsabilidad y el desgaste personal que supone. Deberíamos establecer unas remuneraciones adecuadas a los cargos que ocupan, eliminar las prebendas y establecer las incompatibilidades necesarias sin que nos temblase la mano. Con esto conse-

guiríamos transparencia ante la sociedad y respeto hacia la clase política. Aunque exigiría también evitar parlamentarios con currículos paupérrimos y experiencia laboral inadecuada para acceder a trabajos con el mismo nivel salarial en empresas privadas o administraciones públicas.

Quizás lo más difícil de corregir sean las dinámicas perversas de selección de elites en los partidos, que benefician la mediocridad (salvo honrosas excepciones) y excluyen la capacidad y la preparación, por ser incompatibles con la vida interna partidista. Escribía recientemente Martín Ferrand, a propósito de las juventudes de los partidos, que uno de nuestros males representativos residía en el hecho de que unas elecciones pudieran convertir en concejal o diputado a jóvenes ajenos al conocimiento y sin experiencia laboral fuera de la política, y que pudieran, por los privilegios de casta, alcanzar la jubilación antes de llegar a la cuarentena. Tenía razón. Asimismo, Durán i Lleida afirmaba que, si se aprobaba una ley restrictiva de incompatibilidad laboral, llenaríamos el congreso de «funcionarios pobres». Supongo que lo que el portavoz de CiU pretendía decir es que necesitamos políticos con unos sueldos adecuados que atraigan a personas preparadas y válidas con capacidad de iniciativa. Una mala remuneración, unida a las perversas lógicas partidistas en la selección de elites, aleja a las personas más capaces de la vida política.

En definitiva, si, como concluye el último informe PISA, «los estudiantes se desempeñan mejor en los países que pagan más a los maestros» y el salario de los docentes influye en la calidad de su trabajo, parlamentarios adecuadamente seleccionados y pagados también harían mejor sus funciones. Evitemos pues las demagogias que nos hacen perder el tiempo, denostan nuestras instituciones y nos empobrecen como democracia.