Es posible banalizar la política valenciana hasta el punto de acudir a un programa de telebasura donde los gritos son razones y donde se exhibe como una exclusiva nacional la famosa reunión «secreta» entre Camps y Rajoy en Alarcón comentada hasta en Marca en su día? El circo de la politiquería funciona en paralelo al de la política con total impunidad. Las televisiones tratan de convertir la dialéctica política en un baño de telerrealidad impúdica. ¿Si la fórmula funciona con el cotilleo del hipogastrio y de la realezas, por qué no ha de seducir al espectador la política narrada en plan «rosa»? Es legítimo que las televisiones deseen obtener ganancias. Incluso que intenten trivializar el mensaje político con ayuda de periodistas atados a una ideología fija –o a una parodia ideológica–?y a la paga correspondiente, que no ha de ser poca. ¿Es decente que el candidato a presidir la Generalitat se preste a ello y rinda tributo a la mascarada? Alarte lo hizo el sábado. El programa se llama La Noria. El PP envió a Alicia de Miguel. La política ha escapado de los órganos de representación parlamentarios. Y los políticos ayudan a evidenciar su crepúsculo. No se quejen después. Transformada en un espectáculo, el juego democrático ya no resiste ni siquiera el «mecanismo de control de la sociedad de masas potente y peligrosa» al que estaba destinado, como quería Benjamin. Los partidos no hacen política, sino negocio (también comercio electoral). La política ha quedado en manos de los ciudadanos. Alarte y Alicia de Miguel representaron el desencuentro. Para certificarlo, interpretaron una farsa. No hacía falta llevar el cirio en el entierro. La contribución valenciana al programa de actos que está transformando la política en un chismorreo fue, al menos, poderosa. ¡Si hasta encaja con el ADN de la valencianía inmutable, jocosa y festiva!

Los ajustes no pasan por las fiestas. Las fiestas son inmunes a la crisis. ¿Medio millón de parados en la geografía valenciana? ¿Tragedias familiares? ¿Empresarios al borde de la suspensión de pagos? ¿Miles de empresas quebradas? ¿Angustia ciudadana? ¿Esperanzas frustradas para el futuro inmediato? ¿Hipotecas que hay que devolver? ¿Créditos que no se pueden pagar? ¿Recortes del gasto público? ¿Déficits de energía? ¿El Magreb en explosión? No pasa nada. El calendario de «mascletaes» en la plaza del ayuntamiento sobrevive a la tempestad: ahí no hay ajuste. Las mismas del año pasado, las mismas del año anterior. Tampoco las comisiones falleras han reducido gastos estructurales: apenas algunos matices de poca monta. Ni Sant Josep, ni Santa Tecla, ni Sant Pasqual. El jolgorio es inviolable. Y siempre hay dinero público para abastecerlo. No hay crisis que lo venza.

Los bancos regionales alemanes, peor que las cajas. Dice Niall Ferguson, catedrático de Historia Económica en Harvard: «Los bancos regionales alemanes se endeudaron más incluso que los bancos de EE UU, se metieron en activos tóxicos; desde luego están en más líos que las cajas. Por el simple hecho de ser alemanes se les está tratando mejor que a las cajas, y esa es una lógica discutible». Lo peor es que las cajas ya están satanizadas. Es la idea dominante alimentada por los mercados, el Gobierno y el PP. ¿Y quién puede doblegar una idea cuando es hegemónica y ha alcanzado tal grado de intangibilidad? Gordon Brown recapitalizó las instituciones financieras británicas repartiendo miles de millones para apartarlas del abismo. Siguió la máxima de Friedman (el laborista copió al padre del neoliberalismo): «Pase lo que pase, los Gobiernos no deben dejar que los bancos quiebren». ¿Cuánto dinero invirtió el Gobierno español en la cajas? Una minucia si la comparamos con el rescate británico. Es lógico. No creía en ellas. Y ha acabado aniquilándolas.