Reprime pensar que el déficit de la televisión pública estatal aliente recortes asesinos, en tanto que las autonómicas ni se los plantean. No solo es la mejor de todas las televisiones españolas, públicas o privadas, como demuestran tenazmente los ratios de audiencia, sino que es excelente en comparación con sus homólogas de otros países. Bien lo saben quienes viajan y conectan lo que hay por ahí.

A TVE la hicieron renunciar a los ingresos publicitarios en favor de las privadas generalistas y éstas invirtieron la ventaja en ser peores cada día. Pero además le exigieron mantener y mejorar los estándares cualitativos y lo consiguió de manera arrolladora. Pretender este resultado sin costes sería creer en cuentos de hadas. Casi todos los servicios públicos que pagamos los españoles funcionan mal, pero el de la radiotelevisión es de los pocos que merecen lo que nos cuestan.

El país cae en picado hacia la pobreza sin que nadie se atreva a meter mano a capítulos de gasto completamente improductivos y divorciados de toda necesidad. Cuanto mayor sea el «gap» entre el valor de lo necesario y el contravalor de lo superfluo, menos creíbles serán los gobiernos.

Hay autonomías suicidas, con tasas de endeudamiento que superan en más el 20% el valor de su PIB, es decir, de aquello que producen. Sin embargo, sus televisiones siguen siendo tratadas como bienes de interés público esencial a despecho del despilfarro en contenidos groseramente propagandísticos, con criterios de entretenimiento que ofenden la inteligencia del ciudadano más conformista. Por añadidura, su zafiedad, su miopía, les impiden apreciar la credibilidad ganada por TVE a fuerza de imparcialidad y pluralismo, compatibles e incluso potenciadores del atractivo popular.

Si el Senado no ha descubierto en más de treinta años su razón de ser como cámara de las regiones, se debe, en gran parte, a que las autonomías no quieren. Otro gallo cantaría si un sistema adecuado hiciera ocioso, aunque fuese parcialmente, el carísimo coste de nuestro parlamentarismo fraccional, entretenido en una hiperregulación solipsista que genera insolidaridad.

Con la garantía profesional de la TVE de hoy y reducidos cuadros de gestión local de contenidos, la primera o la segunda cadena podrían instrumentar generosos desenganches o ventanas para emitir en los circuitos regionales todo lo que las autonomías crean relevante, ahorrando el resto de las inútiles parrillas de 24 horas de sus propias emisoras, cuyo share da pena.

Mientras tanto, a la televisión pública estatal que no la toquen, aún cuando siga excluida de la tarta publicitaria. Es lo que nos faltaba cuando la concentración de las privadas está convirtiendo la diversidad generalista de cobertura estatal en multiplicación de las dos fórmulas que, salvo excepciones, profundizan en competir por lo infame.