Ningún gobernante planetario había llegado a la portada del sesudo New York Times bajo el sarcasmo descarnado de que es indistinguible de su estatua de cera, pero Rajoy acaba de lograrlo. El diario neoyorquino citaba una imagen de Juan José Millás, pero no había dispensado un tratamiento semejante ni a los sucesivos miembros de la dinastía norcoreana Kim ni a Sadam Husein, que los creadores de South Park acostaron en un mismo lecho. Las obviedades oraculares del presidente del Gobierno — «estamos donde estamos», «bajaremos el déficit todo lo que podamos»— dañan la cacareada marca España sin la contrapartida de un liderazgo en paralelo. Da más miedo que su país.

La visión planetaria de Rajoy ha transitado de la crítica equilibrada a la sátira desenfrenada. El presidente del Gobierno ya puede atribuirse la sentencia terrible que descargó sobre Zapatero, forma parte del problema. Se ha disipado el respeto protocolario que recibió su mayoría absoluta. En un principio se pensó que no atinaba con el camino adecuado —la bravata de que sólo él decidiría la reducción de déficit–, a continuación se le reprochó que desperdiciara su ventaja electoral y su pasividad durante los primeros meses de mandato. Ahora ya se le acusa directamente de agravar los problemas que aquejan a su país. Se le asocia al personaje que interpreta Peter Sellers en Bienvenido mister Chance. Nadie acierta a explicar cómo ha llegado a su actual desempeño.

Siempre a contrapié, Rajoy se presentó como un presidente previsible. Debió advertir que se enfrentaba a circunstancias imprevisibles, en las que ha caducado el «confort intelectual» que predicaba Stefan Zweig. Las burlas que el presidente del Gobierno desata en la prensa extranjera no concuerdan con la irritación creciente que sus vaguedades —un rescate histórico es «lo de ayer»— despiertan entre sus conciudadanos. Ya no resulta gracioso, en especial si se valora su déficit personal en la «gracia bajo presión» que Hemingway utilizaba como definición de coraje. El líder del PP exhibe un distanciamiento forense, ha encontrado en La Moncloa el refugio ideal para manifestarse como registrador de la propiedad.

La vacuidad presidencial ni siquiera posee el contrapeso del dicharachero Aznar, silencioso desde que se han divulgado las hazañas de sus amigos Blesa y Rato en Bankia. Los inflamados manifiestos aznaristas atizarían la abulia que define a Rajoy, también textual en «no he pactado ni he dejado de pactar». Con el país al borde del abismo, no ha realizado el mínimo esfuerzo por seducir a los ciudadanos, por compartir sus sacrificios o por granjearse su complicidad. La cobardía de aguardar un día antes de explicar (?) un rescate sobre el que mostró una ignorancia mayúscula empeoró durante la rueda de prensa en que no mencionó ni en una ocasión a los parados. Su prosa de papel secante no mejora el balance.

La misión de la prensa española consiste en informar de que Rajoy sigue siendo presidente del Gobierno, a falta de averiguar la identidad del tecnócrata votado en sus conciliábulos por Obama, Merkel, Hollande y Monti. La debilidad intrínseca del presidente del Gobierno y su incapacidad de inspirar confianza eran notorias antes de que se convocaran las elecciones generales. Dado que el PP iba a imponerse con cualquier aspirante, le alcanzaba la responsabilidad de haber seleccionado uno en condiciones. Quienes insistían en que Rajoy sería «mejor presidente que candidato» esbozaban como mínimo una mentira piadosa, y deben ser arrinconados en el mismo desván donde languidecen los promotores de discursos sobre «el excepcional grado de saneamiento que permitirá capear la crisis a los bancos españoles».

La prensa extranjera competirá para buscarle parecidos razonables y cómicos a Rajoy. Su estampa desfilará por la guardarropía que abarca el encogimiento de hombros de Chaplin o la mueca hierática de Buster Keaton, que imponía en sus contratos la obligación de no sonreír. Por desgracia, la imagen irónica que ha contagiado al New York Times se acompaña por visiones más sombrías. Después del chiste, la dama gris neoyorquina resume el estilo de gestión del presidente del Gobierno en el adjetivo «opaco». La oscuridad no es la mejor receta para los mercados, y Europa empieza a pensar que la prima de riesgo no llora por España, sino por Rajoy.