Para alcanzar la cima de una institución como el Tribunal Supremo, se precisa un temple que no admita la hipótesis de que una gira turística gratis total reporte la pérdida de la suprema dignidad, palabra inapropiada en el caso de Carlos Dívar. Ni el PP ni el PSOE deseaban la decapitación del Consejo General del Poder Judicial. No se inhibían por prudencia, sino porque los dirigentes de ambos partidos en retroceso compartían prebendas con el primer responsable de un poder del Estado destituido desde la calle, la principal víctima de la crisis.

En la colisión entre indignados e indignos polarizada en el presidente del Supremo, populares y socialistas se han visto obligados a transigir. Culmina así con cierta parsimonia el aprendizaje español de la conjugación del verbo dimitir. La calle es brusca, plebeya y malhablada, pero las estrecheces que sufre le han concedido la claridad de una navaja. Ha entendido que una expulsión radical del cargo es más efectiva que una condena diferida de los tribunales. De ahí que los exabruptos de Dívar al dimitir sean como los manotazos de un bebé que no identifica a su enemigo. Fuenteovejuna, señor.

Dívar fracasó incluso en su intento de un abrazo agónico con el rey de Botsuana, que descargó la humillación en el heredero. El presidente del Supremo confirma la propensión de los políticos a elegir a cargos que desconocen el tiempo que habitan. Los patéticos esfuerzos de Gallardón, ávido por preservar la efigie cuarteada del dimitido, equivalen a considerar que no se debían adoptar medidas contra Dívar porque suponían un golpe a la hostelería de lujo.

Dívar se incorpora a la relación de Camps, Bárcenas y otros dimitidos ilustres. Iba a añadir que son inolvidables, pero he tenido que consultar el nombre de pila de Luis Bárcenas, y dejo como examen al lector sus cargos y hazañas. En efecto, de aquí a dos semanas nadie leerá un artículo sobre el presidente del Supremo. La dimisión cumple el mismo papel higiénico que la quiebra de las empresas fracasadas en el antiguo sistema capitalista, cuando los ciudadanos no tenían que abonar las facturas de quienes no habían sabido gestionar su compañía.

Dívar no ha tenido la decencia ni de considerar inconvenientes sus dilatados fines de semana, otro síntoma de extraterrestre que desaconsejaba su continuidad al frente de una institución terrenal. En su defensa, y ahora que ya nadie va a escucharle, el presidente del Supremo presumirá de que fue exonerado por el mismo Supremo, con todos los pronunciamientos favorables. Por desgracia, cualquier pronunciamiento del alto tribunal viene adobado por la cautela «¿qué decisión hubieran tomado en el mismo caso, si el investigado fuera Garzón?»