A Ernesto Hernández, siempre en la brecha.

El descrédito de la política, aparece, junto a la corrupción, en los primeros lugares, entre las preocupaciones de la ciudadanía. En «El descrédito de la realidad», Joan Fuster analizaba cómo los pintores surrealistas veían los objetos a su alcance y su función distorsionada en la realidad. De igual modo, hoy, la política aparece distorsionada a los ojos de los ciudadanos, y su función, el bienestar de la sociedad, irreconocible. No se trata de ninguna conspiración contra el Gobierno, sino de que el Gobierno, todo gobierno, cumpla correctamente con la función que se le reserva en la política. Hora es ya, por tanto, de corregir el posible descrédito de ésta. El problema es cómo abordar la situación económica y la democratización de la política, para que los ciudadanos encuentren vías de actuación suficientes para sentirse protagonistas en la recuperación de la misma.

Es del cambio de actitudes políticas de lo que depende la democracia. De cubrir las necesidades urgentes de nuestra sociedad respecto a la crisis económica y social, y, también, de evitar los desafueros políticos. Una opción de futuro que nos ayude a regenerar económica y políticamente el país, asumiendo los electores la cuota de responsabilidad que nos corresponde. No se puede generalizar la idea de que la corrupción es un mal que a todos alcanza, en mayor o menor medida, y pasa con el tiempo. Sólo confiando con que las cenizas de los incendios desaparezcan no se resuelve, es sabido, el problema de los pirómanos. Son necesarios los bomberos. Es necesario actuar, y, también, prevenir.

No queremos ni podemos depender, además, en cada territorio, y en concreto, en el nuestro, de una asignación deficitaria de recursos, en aras de una solidaridad interterritorial, escasamente explicitada y decidida desde el Gobierno en Madrid. Déficits que se derivan de una transferencia de competencias, en educación y sanidad, principalmente, con gastos elevados, insuficiente asignación de ingresos e imposible gestión de los mismos. Todo ello, claro está, junto a la responsabilidad propia de nuestros administradores en la asignación de buena parte de los recursos escasos, a eventos varios, justificados o judicializados, e inversiones desproporcionadas que no se corresponden en la actual situación de crisis que padecemos, ni una vez superada la misma, con un correcta, leal y legal, administración de los mismos.

El dilema pues, hoy, continúa siendo que todos aquellos en quienes se confía para que verdaderamente representen a las diferentes opciones políticas puedan hacerlo, correcta y sensiblemente, atendiendo a las demandas sociales. Tanto con honestidad en su comportamiento como con el compromiso de contribuir a superar, en primer término, la actual situación de crisis, económica y social, que atravesamos. Pero también la política, que hoy nos desmotiva. Para ello, el electorado tiene su propia responsabilidad. «La libertad no hace felices a los hombres; los hace, sencillamente hombres», repetía Manuel Azaña, al exigir el reconocimiento de la dignidad de la persona. La democracia no acaba con votar, sino que exige asumir la responsabilidad de cada cual. No finaliza con elegir representantes, sino que comienza con ello. Examinar su gestión, denunciar los incumplimientos y abogar por mayorías de progreso que no supongan el descrédito de la política.