Los miles de afectados atrapados en participaciones preferentes y subordinadas de Bankia y del resto de entidades financieras han seguido durante esta Semana Santa su particular Vía Crucis financiero a la espera de que el Fondo de Reestructuración Ordenada Bancaria (Frob), dependiente del Ministerio de Economía y del Banco de España, es decir, del Gobierno, les diga de una vez cuánto de ese dinero van a perder. Habían prometido decírselo hace ya una semana, en lo que a todas luces eran ya una fecha y hora buscadas para intentar diluir la repercusión del anuncio. Pero resultó que todo se limitó a genéricos porcentajes sobre estimaciones que se conocerán en las próximas semanas. Eso sí, los porcentajes se las traen: de media, un 50 % para las preferentes en el caso de Bankia. La prometida posibilidad de recuperar todo el dinero invertido pasa porque los afectados de Bankia se somentan a un arbitraje „previo paso por una selección que realizará la consultora KPMG„, que cierra cualquier otra puerta de reclamación judicial o de recurso a la decisión final.

Si difícil resultaba ya asumir lo que se está haciendo con quienes tienen atrapado su dinero, más aún aceptar las formas que se están empleando con ellos. Tal parece que quisiesen someterles a una lenta y agónica tortura, con ambigüedades, medias verdades y dilaciones que hacen más insufrible aún su penosa situación. Eso, o que alguien esté jugando desde hace meses con macabros criterios de puro oportunismo político.

Hablar con propiedad de las miles de víctimas de esos productos financieros exige distinguir entre los inversores conscientes, es decir, aquellos que con conocimiento e información decidieron meter allí su dinero en busca de una alta rentabilidad, y los ahorradores inconscientes, o sea, los que carecían de la preparación necesaria para comprender la complejidad de esos productos, sus riesgos, y actuaron influenciados por el empleado que durante toda su vida les había cumplimentado la cartilla de ahorro. Los dos han perdido su dinero, pero sus casos no son comparables. Unos sabían perfectamente a qué jugaban mientras que los otros aún hoy no entienden cómo se la pudieron jugar así, por decirlo coloquialmente.

Hubo una comercialización más que incorrecta de esos productos, evidentemente, aunque la inmensa mayoría de los empleados, las otras grandes víctimas de este estropicio, los tramitaron pensando que en verdad eran seguros, como prueba el hecho de que ellos mismos y sus familiares figuren entre quienes los suscribieron. Fue incorrecta incluso a pesar de que las preferentes tenían el visto bueno del Ministerio de Economía, del Banco de España y de la Comisión Nacional del Mercado de Valores.

Así pues, la comercialización inadecuada está en la raíz última del problema. Pero no es todo el problema. La otra parte del problema es que la apuesta que mientras otras entidades buscaron la manera de canjear las preferentes por otros productos o darles liquidez, las rescatadas aún en manos del Estado (Bankia, NCG y Catalunya Bank) no pueden hacerlo. Porque Bruselas impide que lo hagan por el total del dinero y porque, además, de hacerlo tendrían un agujero mayor. El único bálsamo que han recibido hasta ahora ha venido de la mano del arbitraje, una encomiable iniciativa cuyo alcance es, lamentablemente, muy limitado.

El estropicio del sistema financiero valenciano es de tal magnitud que resulta comprensible la confusión. El tsunami se ha llevado por delante a las dos principales cajas de ahorro y al Banco de Valencia. Y conviene dejar sentado que los principales y directos damnificados de este inmenso atolondramiento colectivo son quienes han perdido irremediablemente parte de su dinero, es decir, los tenedores de preferentes.