Tenemos una gente de orden rarísima: están, como es lógico, contra toda clase de motines callejeros: excepto si los promueven los suyos contra gobiernos legítimos, tan supuestamente de izquierdas como el de Venezuela, o nada de izquierdas como el hasta ahora vigente en Ucrania, aliado de Putin que, como es sabido, encarcela a maricones y feministas, el ensueño del tea party español. Decididamente, no ha sido buena idea pinchar al oso ruso: los rebeldes ucranianos se arman, pero Rusia también organiza levas entre sus parciales. En una pelea de calibres, ganará el más gordo, sin duda.

Una solución negociada no pasa por dictar una orden de busca y captura contra Yanukóvich, presidente tan electo como Rajoy y una de las partes de la futura ecuación. Ni por mirar hacia otro lado cuando matones de barricada anuncian que expulsarán del poder a «rusos y judíos» (Hitler decía una cosa parecida). Las posibilidades de un arreglo pacífico son inversamente proporcionales a la cantidad de nacionalismo que se incluya en la solución. Ucrania no es Yugoeslavia: por allí pasan gasoductos vitales para Europa, tiene centrales nucleares y no estoy seguro de que haya entregado todas sus armas atómicas como nos anunciaron. Aun suponiendo que las cosas salgan bien, Ucrania tardará lo mismo que cualquiera en adaptarse a los usos democráticos, eso no viene en la leche que mamamos.

Este desorden internacional „en el que el presidente del Santander recibe al rey de España en calzón corto„ no sólo se permite la disolución de entes estatales en grandes áreas de África, donde nadie hará turismo, lugares que entregaremos al desmadejamiento con la conciencia de que la lucha entre las facciones armadas, empuja a la baja los precios de las materias primas, sea coltán, diamantes o uranio, sino que consolida el horror instituido en Siria, Libia o Irak. Sólo falta una guerra civil en la trastienda de Alemania ¿Queda algún político en Europa, que si no puede ser Garibaldi sea, al menos, Churchill?