Ya hacía tiempo que no me encontraba bien, la verdad, y los médicos no acertaban en sus diagnósticos. No tiene nada, me decían, las radiografías son perfectas y la analítica de libro. Pero yo cada día me sentía peor y las tripas se me agitaban como si viajaran en un metro desbocado; no tenía apetito y el manjar más exquisito me dejaba indiferente. Apenas tenía ideas, como si el cerebro se hubiera contagiado, y resultaba complicado concentrarme en nada. Mi cabeza era como una campaña electoral, llena de idas y venidas que me impedían ver nada con claridad. No comía, pero tenía la sensación del estómago repleto, atiborrado. Por eso me paré en aquella esquina, me metí los dedos en la boca y vomité.

Me quedé perplejo, porque vomité justicia desigual, amenazas, mentiras, fraudes bancarios, abusos, despilfarros, torpezas. Vomité corrupción repetida, personajes turbios, escaños vacíos, sobresueldos negros, jubilaciones blindadas. Vomité cadáveres en la playa, alambradas, fronteras, personajes miserables que cierran puertas, o disimulan, o zancadillean. Vomité hambre, niños y niñas maltratadas, talidomida, historias manipuladas, noticias falsas, patronal encarcelada, sindicalistas mezclados con langostinos, incendios intencionados donde arden árboles y crecen urbanizaciones. Vomité jóvenes expulsados, tesoreros acogidos, políticos encarcelados y reyes que cazan elefantes. Vomité mujeres asesinadas y minutos de silencio, hipocresías, machos ibéricos. Y palabrerías de un mitin, de una entrevista, de una comisión de investigación, de un programa de tele. Vomité religiones, muchas religiones, fanatismos, sinrazón, fiestas crueles maltratando animales. Y euros, millones de euros envenenados, escondidos por los cajones o en bolsas de basura. Vomité cifras del paro trucadas, empleos precarios, que no son empleos, contratos basura, que no son contratos. Rescates, recortes, fondos buitre, paraísos fiscales. En la última arcada vomité el logo de Volkswagen.

Y me quedé aturdido, mareado, vacío y lleno a la vez. Mis entrañas empezaron a funcionar, al cerebro le fueron llegando ideas y los músculos se tonificaron. Me sentí mejor. Resulta que, cuando algo te sienta mal, lo mejor es vomitar. Y empezar de nuevo, con las entrañas limpias de todo aquello indigesto que te habías tragado, casi sin darte cuenta.