Necesito contestar a Agustín Zaragozá, que gritó el pasado 1 de julio en este periódico «¡Niños, no!». Como evidentemente sospechará soy madre. También periodista y profesora de literatura. Estoy rodeada de niños y le diré que, antes de dedicarme a la enseñanza (primero fui profe, y luego, madre) no sabía cuánto me gustaban. Le diré más. Mi otro yo libre de niños incluso podría haber estado de acuerdo con su artículo. De manera que sobra decir que respeto su opinión y me siento imbécil al tener que dejarlo por escrito porque ¿alguien podría no respetarla? Puede que sí. Puede que no se haga: la presión que la sociedad ejerce para que las parejas tengan niños es abrumadora. Pero resulta espeluznante percibir que una vez que los tienes, esa misma sociedad tan preocupada porque procrees, los invisibiliza y te invisibiliza a ti de manera automática. Es una falta de respeto, es una hipocresía y una falta de consideración tal, que leyendo su artículo le explico que no hace falta que solicite espacios libres de niños.

Hoy en día, con pequeños detalles, se aisla, se margina o, lo que es peor, se somete a los niños a un espacio y a unos tiempos que no son los suyos. Probablemente, por eso los niños le molestaban. Hablo de cosas cotidianas, de andar por casa, de las que parece que sólo percibes cuando eres padre. Si nos centramos en el hecho de salir de casa, me paro en las aceras minúsculas (venga a Burjassot, por favor): estrechas para ir con carro, estrechas para ir en silla de ruedas, en muletas, de la mano o cargado con compra. Hablo de la poca visión de locales para instalar tronas o unos cambiadores en los baños en lugares a priori ideales para niños que, por su ausencia, dejan de serlo. Hablo de un rincón para ellos donde puedan jugar a sus anchas en locales donde sobra el espacio.

Claro que los niños molestan: son por naturaleza ruidosos y parlanchines. Y se mueven, pues claro que sí: han de hacerlo. Para crecer, para desarrollar su motricidad, para relacionarse entre ellos. Hoy en día es espantoso el silencio que les imponen los adultos. Las pantallas de los smartphones los engullen enteros y sí, evidentemente, así ya no molestan. En parte hablo sin conocimiento: no sé de qué local habla, no fui testigo del comportamiento de los niños ni de la pasividad de los padres, pero posiblemente el error ya no fuese de los niños, sino de no haber elegido un lugar adecuado. Resulta innecesario que pida un local children-free o a la manera londinense «dogs allowed-children forbidden»: están por todos lados.

Lo que sí es preciso es que la ciudad recupere a los niños y sus necesidades reales. Es urgente respetar un ritmo más lento, los espacios naturales, libres de tanta hipertecnología, más aire. Así no le molestarán. Tendrá garantizada una «sana convivencia» como dice en el artículo. No habrá pugna por el espacio entre dos generaciones y usted, los niños y el resto de adultos estarán (estaremos) más relajados. Sólo le recuerdo que la riqueza de cualquier país radica en su población. Un PIB altísimo escrito encima de un «niños no» vale cero.

Ah, y por favor, en esto sí estoy de acuerdo con usted: por favor no «sacrifique» su vida por tener hijos. Nadie que piense así se los merece. Sin acritud y sin mal rollo.