El signo más importante de la modernidad, del cambio del antiguo régimen al sistema democrático, es que la familia deja de ser la primera unidad social y pasa a serlo el individuo. La unidad de decisión electoral es la persona y, sobre todo, la persona individual es la protagonista de la vida jurídica, de los contratos, de los acuerdos. Ello es perfectamente compatible con que en el mundo capitalista la unidad principal de influencia sea la empresa, e incluso que estemos dominados por los oligopolios pero hasta éstos han tenido que recabar de la legislación el reconocimiento de la ficción persona jurídica como fuente de imputabilidad.

Instituciones importantes como el matrimonio incluyen su condición contractual, su subordinación a la voluntad individual, al prever su disolución, algo que también negaba el antiguo régimen y que sigue negando ese invento eclesiástico, el matrimonio canónico, al imponer que la institución está por encima de las personas. Esto no quiere decir que la familia no tenga importancia o reconocimiento social pero, de un tiempo a esta parte, se están creando instancias y levantando voces en defensa de la familia con la excusa de que la institución está amenazada de muerte por las nuevas costumbres, por las nuevas políticas, algo que no tiene el menor fundamento sociológico.

Nunca como hasta ahora ha habido lazos más fuertes entre generaciones, los padres protegen a sus hijos de las carencias en materia de vivienda y empleo teniéndolos en casa hasta cada vez más mayores, los abuelos hacen de canguros de sus nietos ante la doble militancia laboral de la pareja y los hijos, y sobre todo las hijas, cuidan de sus padres ancianos con notorio sacrificio personal. En suma, la familia es la principal defensa de las personas contra las durezas de un sistema económico cuyos líderes se llenan la boca elogiando a la institución pero no toman medidas suficientes para proteger la natalidad, la maternidad y la ancianidad. De hecho, el sistema utiliza a la familia como alternativa barata a su inacción política y sus dudosas prioridades fiscales.

En realidad, cuando los partidos o movimientos conservadores, y en especial la Iglesia Católica, hablan de defender a la familia, lo que de verdad piden es la vuelta al patriarcado, es decir, a un modelo de familia en el que el padre tomaba las decisiones en nombre de todos y sin contar con ellos y era el participe en su nombre de una red orgánica de poder sustituida por la democracia tras la Revolución Francesa. Solo en los ámbitos mafiosos persiste el dominio eminente del padrone en base unas estructuras de lealtad incondicional que reproducen el modelo predemocrático. En los últimos tiempos asistimos a una politización de la familia, tratando de utilizar esas nostalgias para frenar los progresos de la libertad individual y los derechos humanos en la profundización de la democracia.

Su primer capítulo nació en Brasil donde un abogado de la extrema derecha católica, Plinio Correa de Oliveira, y un sacerdote jesuita, Walter Marieux, director del secretariado internacional de las Congregaciones Marianas, fundaron el movimiento Tradición, familia y propiedad en 1960. El movimiento se extendió a Argentina y otros países latinos y en 1990 estaba presente en 22 países, siendo su principal órgano de difusión la revista Catolicismo. El movimiento trata de implantar un modelo de democracia orgánica, con un jefe militar a ser posible. La versión chilena „Patria, familia, propiedad„ prosperó mucho bajo Pinochet y entre sus miembros destacó el fundador de la colonia Dignidad, tristemente famosa por la violación de derechos humanos que ocurría en su interior y cuyo fundador está hoy procesado. La doctrina profamilia se incorporó a los programas electorales del presidente Bush en su afán de reclutar el voto del neoconservadurismo cristiano y se ha convertido en el epicentro del propósito de la Iglesia Católica por rescatar la confesionalidad del Estado. Esa estrategia pro familia fracasó cuando Bush apoyó el intento de los padres de Terry Schiavo para que no le retiraran la alimentación artificial, llegando incluso convocar un reunión especial del Congreso para, finalmente, ver derrotada su propuesta por la justicia. Y hay otras reacciones. La Asociación Americana de Jubilados, enfadada por esa política, ha prometido su apoyo a los candidatos demócratas en las próximas elecciones.

En nuestro país crecen los foros y movimientos en torno a este asunto con una manifestación cívico religiosa anual, pero no tanto para promover políticas de apoyo económico a la familia cuanto para rescatar supuestamente los valores familiares de su subversión contemporánea. Al final, los movimientos pro familia ven como su principal cometido apear a los partidos progresistas del poder político como lleva intentado la Iglesia Católica desde que fundó la democracia cristiana en Italia.