En noches claras y despejadas como las de verano en nuestro Mediterráneo el cielo nocturno se convierte en ese vasto mar de pequeñas luces titilantantes en el que cada estrella nos cuenta su propia historia de cómo fue el devenir del universo. Durante miles y miles de años, desde que el ser humano tomó uso de razón, hemos echado a volar nuestra imaginación al contemplar este fasto nocturno, llegando a formar una parte muy importante de la cultura de muy diversas civilizaciones, que le dieron nombre a las constelaciones. Hoy en día la sociedad moderna vive completamente de espaldas al cielo nocturno, puesto que allá donde han llegado las ciudades y su luz „estandarte del actual progreso„ ya no es posible ver nada mirando hacia el cielo en la noche.

Actualmente hacer una buena observación nocturna se puede considerar prácticamente un lujo, pues para la gran mayoría de nosotros supone recorrer, en el mejor de los casos, varias decenas de kilómetros para acercarnos a un cielo en el que la contaminación lumínica nos permita tener visión de una diminuta parte del universo que en realidad existe. Cielos maravillosos como los que hay en puntos del interior de Castellón y de Valencia o Teruel, que permiten ver sin dificultad la Vía Láctea, no son más que una aproximación de lo que en noches favorables „en ausencia de luna, nubes y en situaciones de baja humedad„ se podía apreciar hasta hace unos poco en cualquier punto de nuestra geografía. Hoy en día únicamente quedan los desiertos y los confines de los océanos como lugares donde encontrar total ausencia de contaminación lumínica, siendo los desiertos en zonas de gran altitud los mejores emplazamientos, puesto que es donde también tenemos una atmósfera menos densa y más limpia de partículas.

Todos los años a principios de agosto nos acordamos de la contaminación lumínica y del cielo nocturno con motivo de las perseidas, aquellas estrellas fugaces que, apareciendo desde la constelación de Perseo, cruzan el cielo de forma fulgurante y con una frecuencia mucho más intensa de meteoros que la que se pueda encontrar en cualquier noche de verano. Pero, pese a las dificultades que la luz artificial nos implica para una buena observación, ésta se acepta por parte de la mayoría como un problema sin solución, resignándonos a poder ver esporádicamente alguna muy luminosa a las afueras de las urbes o haciéndonos unos cuantos kilómetros si se desea ver alguna más. Pero lo cierto es que un uso más eficiente y racional de la iluminación de nuestras ciudades podría reducir los niveles de contaminación lumínica en grandes proporciones. La tecnología y las técnicas de iluminación existen, «sólo» se necesita que desde la sociedad exista una demanda real de cielos más limpios de contaminación para que las cosas puedan cambiar.

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