El diputado Rivera dijo el otro día que nuestro país necesita una televisión pública objetiva, y que su director ha de serlo por oposición. Seguramente es un ingenuo; aunque puede que confunda nuestro país con Alemania, o que intente despistar a sus contrincantes parlamentarios. Nada menos que imaginar un español que dirige algo con ecuanimidad, como si alguna vez hubiera existido semejante rareza. España no puede tener una televisión objetiva igual que no puede tener un periódico imparcial ni una enseñanza desideologizada. España es víscera y pasión; es influencia y subterfugio; picaresca y embuste; doblez y disimulo. En España, por tanto, no se practica el idealismo ni el desinterés político.

Aquí hay un emperador en cada vientre, una verdad absoluta por cada hijo de vecino, y todos pretenden que la vida se rija por sus respectivas voluntades. Se odia cualquier dictadura por la sola razón de que no es la propia. El español de pedigrí hace siempre lo que le da la gana, y eso le conduce a considerar las leyes como pruebas de ingenio, pequeños desafíos. No hay ni habrá una televisión objetiva; no se nos mostrará la realidad tal cual es; nadie nos contará la verdad, por mucha separación de poderes que se haga y muchos Ciudadanos que gobiernen. Donde la desconfianza es una virtud, la imposición un anhelo, la dilogía una característica del habla y la malicia el vehículo en que todo va disuelto no hay espacio para la objetividad. Y las oposiciones únicamente seleccionan al que mejor ha combinado en un momento concreto los conocimientos, la disposición anímica y la suerte, cuando no la irregularidad acrobática o el nepotismo de arte mayor. Rivera engancha caireles de objetividades al pensamiento político patrio; proyecta utopías; teje randas y puntillas argumentales en la devanadera de la entelequia; nos asigna cualidades imposibles con la intrepidez del oportunista o con la desfachatez del demagogo; trata de vendernos alucinaciones de pasamanería retórica.