Se dice que el siglo XX ha sido el peor de la historia. Además de las devastadoras grandes guerras mundiales, se produjeron matanzas nunca vistas o imaginadas. A la crueldad del Holocausto, escalofría ver los hornos crematorios o la imágenes de los cuerpos amontonados, hay que sumar los millones de muertes por hambre y represión en Unión Soviética, el exterminio de grandes sectores de población en Camboya o en varias partes de África, las catástrofes que sufren los pueblos más pobres y poblados como consecuencia de terremotos, tifones, sequías y las guerras locales que producen miseria, muertes y desplazamientos. El siglo XXI, heredero del anterior, parece abocado a mantener esta situación trágica para una humanidad amenazada además por el cambio climático. Sin embargo, está visión tan catastrofista no se compadece del todo con la realidad. A pesar de todo, nunca la humanidad disfrutó de una calidad de vida tan alta. Veamos.

El objetivo del milenio de recortar la pobreza se alcanzó ya con creces. Según el Banco Mundial, en 1980 el 44 % de la población mundial vivía en pobreza extrema. Hablamos de unos 1.800 millones de personas. Pues a pesar de que la población mundial creció nada menos que en 2.500 millones, la pobreza extrema se redujo en 1.100 millones: es ahora el 10 %. Y a este ritmo se calcula que se erradicará en 2030. No estoy hablando de pobreza calculada como un porcentaje de la renta media, sino de aquella definida como la disponibilidad de 1,9 dólares por día.

La mortalidad infantil es el mejor indicador de salud de una población, más sensible cuánto menos desarrollada esa sociedad. Era de 100 por cada 1.000 nacidos vivos en 1970 y es de 30 en 2015. Las causas de este éxito creemos que las conocemos: agua saneada, vacunación, lactancia materna, antibióticos contra la pulmonía, rehidratación oral, mejora en la alimentación y la vivienda y educación. Respecto a esto último, en 1980 la tasa de alfabetización era del 70 % y fue en 2010 del 85 %: hace 35 años había 2.000 millones de adultos alfabetizados, mientras que ya superan los 4.500 millones ahora.

La educación es un componente importante para la salud y el desarrollo. Cuando la OMS se propuso evaluar los sistemas de salud mundial quiso establecer las variables medibles que hubieran influido antes del 1900, cuando aún no había apenas sistemas sanitarios. Los estudiosos concluyeron que la de más influencia era la educación. Que la población mundial sea ahora mayormente educada en lo más básico es una palanca preciosa para el desarrollo, más aún cuando con las tecnologías de la información se puede llegar casi a cualquier lugar en cualquier momento.

La educación y la perspectiva de supervivencia son los dos mejores controladores de la natalidad. En los países que están viviendo el desarrollo más rápido, como la India, han reducido la natalidad a 2,4 nacimientos por mujer en edad fértil, una cifra parecida a la de México o Indonesia y sólo algo por encima de la tasa de reemplazamiento. Esto quiere decir que la disminución de la mortalidad infantil no va a producir una explosión de niños sin techo que merodearán por los arrabales y serán soldados en las guerras locales. La propia sociedad, cuando está sana, se autorregula para adecuar su natalidad a las necesidades.

A pesar de las guerras y las catástrofes naturales, la tasa de mortalidad total no ha dejado de reducirse. Era de 18 por cada mil personas en 1960 y sólo de 8 por mil en 2014, de manera que la esperanza de vida al nacer en 1960 no llegaba a los 52 años y fue de casi 73 en 2015. Buena parte de esta ganancia se encuentra en la reducción de la mortalidad infantil, pero no es poco lo que se consiguió en el control de enfermedades de los adultos, como la enfermedad cardiovascular y, sobre todo, muchas infecciosas en los países más pobres.

La economía mundial ha crecido notablemente en los últimos 100 años con incrementos espectaculares de la renta per cápita desde 450 dólares en 1960 a 10.800 dólares en 2015. Ese crecimiento ha permitido las mejoras señaladas, pero oculta una pésima distribución de la riqueza: a pesar de que los pobres son cada vez menos pobres, la distancia entre ricos y pobres se ha acrecentado. Se observa en el coeficiente Gini, un indicador de desigualdad. Era en 1950 en el mundo, con los defectos de medición de entonces, de 0,43, se mantuvo en esas cifras hasta 1980, cuando empieza a crecer hasta la cifra actual que es superior a 0,6; 1 sería la máxima desigualdad. Hay más riqueza, pero peor distribuida, un factor que produce mucha tensión y que contribuye al descontento y sus consecuencias.

El mundo es mejor ahora y espero que lo sea aún más en el futuro, para las generaciones venideras a las que parece que les dejamos una herencia de guerras, conflictos, inestabilidad atmosférica, pero a la vez unas perspectivas ilusionantes gracias a la ciencia, la tecnología y la educación.