Celebra mañana la Iglesia el Día de Difuntos. Festividad litúrgica que si bien parece gemela de la de Todos los Santos porque todos ellos son también difuntos, históricamente es anterior y tiene connotaciones distintas. Pues mientras que la de Todos los Santos parece envuelta en la alegría de considerar que los difuntos alcanzaron ya su resurrección y gozan del reino de los cielos, por otra parte la moderna teología la hace extensiva a toda la familia cristiana, vivos y difuntos, como fiesta de la comunión de todos santos. Todos, porque también los vivos somos santos por el Espíritu que recibimos en nuestro bautismo, argumenta, cuando somos fieles a este divino regalo. Sin embargo, la de Difuntos parece inmersa en continuar añorando los sentimientos y recuerdos vividos, todavía sin extinguir, de los seres queridos definitivamente idos.

El culto a los difuntos que no habían sido mártires no estaba oficialmente reconocido en la primitiva iglesia. A éstos les había instituido su fiesta el papa Bonifacio IV el 13 de mayo de 613. Mientras que el origen del Día de Difuntos se debe a san Agustín (año 387), al cumplir la promesa que le arrancó su madre moribunda, santa Mónica, patrona de todas las madres cristianas, al pedirle: «Hijo, acuérdate de mí en el altar del Señor»; es decir, cuando celebres la santa misa. Lo que san Agustín cumplió. Y basado en este hecho, siglos después el abad de Cluny, san Odilón (año 998), dispuso que en sus monasterios benedictinos ya en número de 70 en Europa, se celebrase una misa al día siguiente de la festividad de Todos los Santos, es decir el 2 de noviembre, en memoria de todos los monjes difuntos en ellos. Una costumbre que en el siglo IX adoptaría la liturgia oficial de la Iglesia para todos, religiosos y no religiosos, frailes y no frailes, «porque todos los difuntos son dignos de reconocimiento por su fe y sus obras aunque no estuvieran formalmente canonizados», como especificaba la Bula pontificia.

No obstante, a pesar de que tanto el día de Todos los Santos como el de Difuntos los cementerios se muestran como un jardín florido y abarrotados de gente, ya se comenta que quizás esta costumbre de honrar a los que se fueron vaya disminuyendo hasta desaparecer en el futuro; para volver a la antigua costumbre de encender las clásicas luminetas en cualquier lugar de la casa y recordarlos en la intimidad. Ello debido a la creciente opción que las personas muestran por la incineración al fallecer y dormir el sueño eterno convertidos en ceniza; proceso que en muchos lugares incluye rituales de alta tecnología, para luego repartirlas entre la familia, lanzarlas al mar, al aire, en un cohete de fuegos artificiales y hasta la estratosfera, lo que acaba de prohibir la Iglesia a los católicos.

Y es que el ser el cuerpo humano sepultado en un cementerio, lugar sagrado, o sus cenizas individuales en espacios habilitados en su interior, además de tratarse de una obra de misericordia corporal que incita a orar por el difunto y reflexionar sobre la muerte y el sentido de la vida, como afirmaba Benedicto XVI en su encíclica Spe Salvi, es por otra parte asegurar al difunto su inclusión en la oración oficial que la Iglesia eleva por ellos en todo tiempo y lugar, para siempre, aunque hayan desaparecido sus familiares y amigos. Lo que ya la famosa monja agustina alemana beatificada por Juan Pablo II en 2004, Ana Catalina Emmerick, había experimentado en sus comprobadas visiones: que muchas almas difuntas se sentían aliviadas al ver gente orante en los cementerios, porque Dios les permitía beneficiarse de estos rezos. Rezar por ellos, aún sin haberlos conocido, es un acta de caridad suprema.