Que Donald Trump no haya incluido ningún hispano en su Gobierno, ni para quedar bien como Mariano Rajoy, que siempre mete un catalán (o catalana) en su equipo, confirma al constructor como usuario de un cliché racista que presenta a los hispanos como sucios, vagos y poco confiables que es, por cierto, el estereotipo que retrataba a los judíos en la Alemania nazi o a los moros en España. Más aún: la primera orden imperial ha sido el desmantelamiento del parco sistema de salud que implementó Barack Obama. La sanidad pública, gratuita y universal solo sirve para reparar a quienes luego no producen y esa banda de ineptos fornicadores hasta pretende que la sanidad pública les financie el cambio de sexo. Si quieren cambiar de sexo que vayan de putas y paguen de su bolsillo, como las personas decentes
Con Trump se produce un curioso corrimiento, con perdón, político que casi iguala a Estados Unidos con Rusia: por abajo, como suele ocurrir, o sea en mínimos democráticos, por usar una expresión meteorológica, ahora que a nosotros también nos nieva. A veces escucho a Vladimir Putin y me parece que es Trump el que habla porque de la calvicie atlética al tupé llameante hay menos distancia de la que se cree: de repente, vemos a los líderes del Kremlin perorando sobre la falta de valores de una Europa postcristiana, como si el enjuague y reparto, a suertes, de la sagrada túnica de la Santa Rusia que se montaron los oligarcas afines fuera obra de san Francisco de Asís.
Cuando oigo a un político profesional hablar de valores cristianos ni me molesto en leer el Evangelio: ya se que no va de eso, aunque a un bocachancla del Kremlin se le escapó que era imposible que Trump fuera de putas porque «es organizador de concursos de mises y se relaciona con las mujeres más bellas de varios continentes». Luego, Putin añadió que las putas rusas «son las mejores del mundo», lo que no hace sino subrayar la tentación en un alarde patriótico-prostibulario. Los dos antiguos bloques se han fusionado al nivel de una escupidera.
