Los imperios padecen un triste destino. Son ellos los que, por su voluntad expansiva, unifican el mundo y son ellos mismos, cuando la fiebre de la libido dominandi desciende y se ven caminar sobre el vacío, los que tienen una reacción: elevar un limes. Así sucedió con Roma y así sucedió con todos los que la imitan en el curso de la historia. Antes, como si la pulsión imperial se comportara como una ley general, sucedió con China, allá por el siglo V AC. Esta contradicción no es la menor de la humanidad en el curso del tiempo. Por una parte, los imperios mueven poblaciones, sepultan etnias, fusionan pueblos, producen hecatombes humanas; pero cuando saben que ha llegado la hora de su ocaso, siempre elevan muros e intentan detener lo que ellos mismos agitaron: el movimiento de la humanidad hacia su unidad.

Para todos nosotros, Roma es el arquetipo sobre el que gira el eterno retorno de la historia. Por mucho que Nietzsche intentara definir un imperio de nueva temporalidad, y por mucho que Heidegger desplegara el argumento despreciando la forma romana de entender el mando, la voluntad de poder y la verdad, lo cierto es que los Austria, los impostores Romanov, los Borbón franceses, los Orange británicos, Bismarck y luego Estados Unidos, todos imitaron a Roma y, con mayor o menor fortuna, se preocuparon por analizar las causas de su decadencia para no padecerla.

Detener la decadencia no es fácil. Cuanta más edad tiene la humanidad, más razones se elevan para no creer en los viejos expedientes de perduración. Y ese de los muros es de los más viejos y de los más inútiles. Todavía se pueden ver los restos arqueológicos del muro de Adriano, pero algo es seguro: que no detuvo el paso a los norteños celtas de las tierras altas en su camino hacia las campiñas inglesas. Es más, los muros son los motores de la muerte de quienes los elevaron. Octavio, cansado de luchar una guerra infinita, organizó una línea de fortalezas aprovechando los cursos del Rin y del Danubio. Cien años después, los godos habían dado un rodeo por el mar Negro y estaban en condiciones de introducirse por oriente. El mismo expediente que debía salvar a Roma, siglos después se consideraba una bendición por la conciencia nacional alemana del siglo XIX, porque gracias al limes se había detenido la marcha del latín y se habían salvado los idiomas de las tribus germánicas que Arminio llevó a la victoria. Nada más polivalente que la historia.

Lo más relevante es que el expediente del muro sólo se utilizó cuando los poderes imperiales ya eran conscientes de haber perdido su capacidad integradora, su energía ordenadora, su pasión civilizatoria. Como muestra Roma, ello no fue un hecho natural, sino resultado de la destrucción de los senadores republicanos y los tribunos politizados por parte de un puñado de candidatos a la monarquía. Entonces, el sentido privado y patrimonial de las nuevas elites senatoriales, procedentes de los enriquecidos en la época de Sila, puso el Estado romano a su servicio, organizó un militarismo extremo de botín, que desplegó verdaderas cacerías de esclavos para sus grandes villas latifundistas, y neutralizó la vida dinámica de las ciudades en favor de una economía de lujo y de suministros al Estado, arcaizante y retrógrada. Así se pusieron las bases de la larga edad de hierro medieval europea, en la que los movimientos de pueblos fueron animados por la debilidad de las estructuras de poder que debían resistirlos. Por supuesto, Roma solo pudo aplazar su decadencia un poco de tiempo, mínimo en comparación con los diez siglos que le sobrevivió Bizancio, el centro de las rutas comerciales de la red de ciudades del Mediterráneo oriental.

Lo que estamos viendo de los primeros días de Trump tiene un estrecho paralelismo con estos hechos, sobre todo por la voluntad de imitar la más arcaica e impotente de entre todas las soluciones a la mano, la de los albañiles chinos del siglo V AC. De la misma manera que César proyectó sobre Roma los odiosos ideales de una monarquía, en cuyo desprecio había crecido la ciudad eterna, así Trump proyecta sobre Estados Unidos las formas expeditivas de las órdenes ejecutivas, que acabaron con las garantías democráticas en el tiempo de la República de Weimar y encumbraron a los enemigos totalitarios de la II Guerra Mundial. Y de la misma manera que ese método de gobierno llevó al nazismo por vía directa, así el grado de confusión que las órdenes de Trump han producido en una semana, sólo puede disolverse mediante nuevas órdenes ejecutivas, lo que a su vez no dejará de producir desorden y debilidad institucional creciente. Ya hoy sabemos que la suspensión de una juez federal está siendo desobedecida por diferentes Marshall fronterizos, lo que no anuncia nada bueno. Pues lo decisivo de la interpretación presidencial de su propia orden (algo inaudito en un Estado de derecho) es que la autoridad policial goza de amplios poderes discrecionales para interpretar sus funciones en el futuro.

De ahí a la impunidad policial hay solo un paso, y todo ello bajo la cobertura del presidente de la República, que debía ser el defensor supremo de la Constitución. Por supuesto, los fiscales generales de dieciséis estados norteamericanos ya comienzan actuaciones en sentido contrario a esas órdenes ejecutivas, como informan diversos diarios americanos. Lo que se sigue de ahí es la inseguridad jurídica para los que son despojados de sus derechos al arbitrio de la discrecionalidad policial, pero también para los agentes de la ley, que puede que finalmente no estén tan a cubierto como creen bajo la autoridad presidencial. Que Giuliani reconozca que la medida de Trump proclama un bando contra los musulmanes y que ya se verá luego cómo logra hacerlo legalmente, testimonia un concepto del poder tiránico, abusivo y prevaricador. En todo caso, lo inevitable es una lucha de poderes como no se recuerda en América. Y todo esto manteniendo una guerra con la prensa más poderosa del mundo que, en algún caso concreto, está financiada por Slim, el multimillonario mejicano que no puede sentirse cómodo con el modo trumpetero de humillar a su país.

En suma, como en la degeneración romana que llevó a la necesidad del limes, también ahora ha de anteceder un tiempo de división civil, algo que ya comienza a cristalizar en Estados Unidos, como se vio en las manifestaciones del sábado en los aeropuertos. Igual que en la época de Sila, acudirán puntuales a la cita los conflictos que pondrán en duda la existencia misma de la federación, como se ve en el movimiento secesionista de California, que comienza a recoger firmas legales para un referéndum general cuya esperanza es que los mismos estados que han dado la presidencia a Trump, le den a California el voto del odio favorable a la secesión. En todo caso, la división civil no ha hecho sino comenzar, y esto en un momento de máxima debilidad internacional de EE UU, pues ningún poder medianamente digno puede considerar en estos momentos a Trump como un socio fiable, sobre todo cuando su embajadora en la ONU ha iniciado una política de amenazas indiscriminadas y preventivas. Ni siquiera Theresa May pudo el fin de semana apoyar esta locura totalitaria, lo que le debería llevar a reflexionar si se ha puesto en las mejores manos en el momento de mayor necesidad para los británicos.

Trump, ese mono de Berlusconi, no puede llevar a los Estados Unidos a una soledad irredenta. Ese gran país no puede obedecer a una mente cerril que mantiene la misma percepción que nuestros antepasados del siglo V. Pues nosotros sabemos algo que los antiguos emperadores chinos no imaginaban: que un muro ya no protege al corazón del mundo de los bárbaros calibanes del resto del planeta. Sólo sitúa en los márgenes de la historia a quien se encierra en su propia jaula.