Hace unos días, curioseando en la biblioteca personal de nuestro premio Nobel Severo Ochoa, que donó a la Fundación Valenciana de Estudios Avanzados, me topé con una biografía de Alfred Nobel que le habían regalado con una dedicatoria personal de 1959 el mismo año en el que recibió el galardón. Su lectura me hizo sentir interés por el contenido del libro.

Cuenta Nicholas Halasz, que una mañana de 1888 se encontró el empresario sueco con un obituario suyo que por error había publicado un periódico local. Lo que más le sorprendió no fue leer su nombre en la esquela, sino el contenido de la referencia periodística. Se limitaba a decir que se lamentaba la muerte de un empresario que se había hecho millonario inventando la dinamita y fabricando explosivos para aumentar la capacidad de destrucción de la guerra. Se referían a él como el rey de la dinamita.

Consternado por el recuerdo que iba a dejar su figura, Nobel decidió inmediatamente crear y dotar financieramente una fundación que pudiera, en su nombre, premiar los méritos de personas o instituciones en la obtención y el mantenimiento de la paz. Habían nacido los premios Nobel en la primera de sus modalidades, para honrar la memoria de su fundador y muy a pesar de algunos de sus herederos que lamentaron su acción altruista. Nobel quería ser recordado por fomentar la paz y no la guerra.

Si la anécdota no es del todo cierta, como dicen los italianos, «se non e vero e ben trovata», porque refleja la rapidez con la que se borra de la memoria de la sociedad la mayoría de las hazañas personales. Sin embargo, casi siempre son otras las acciones que perpetúan el recuerdo de cualquier gran figura empresarial, que se vincula a un acto de generosidad dirigido a cubrir necesidades a las que la acción pública no llega. Reconociendo el mérito que entraña la creación de riqueza un asunto diferente es su empleo y acumulación.

Andrew Carnegie fue un magnate escocés de nacimiento y norteamericano de adscripción que se convirtió en el principal empresario del acero a finales del siglo XIX. Comenzó como la mayoría de los grandes magnates desde abajo, en su caso, repartiendo telegramas. Sin embargo, la mayoría de las personas no lo recuerdan por haber levantado un imperio económico innovador como pocos en la fabricación del acero para su utilización en el ferrocarril, sino por su enorme contribución a las artes y las ciencias cuando en 1901, después de vender sus acciones a la United Steel impulsada por J. P. Morgan, dedicó el resto de su vida al mecenazgo. Además de la creación de una de las mejores universidades del mundo (Carnegie-Mellon), de una Fundación por la Paz, de otra para el fomento del avance de la enseñanza así como otra para el de la música, quizá no se conozca tanto la obra que Carnegie más apreciaba, que consistió en la creación de más de 2.800 bibliotecas municipales a lo largo y ancho de Estados Unidos. Con ellas, entre las que destaca la municipal de Nueva York, llevó la cultura donde le era más difícil llegar y la puso al alcance de todas las personas. Refiriéndose al papel de la riqueza, escribía que quienes la poseían en abundancia debían ser responsables y utilizar sus activos para ayudar a los demás. Por eso publicó un libro que tituló el Evangelio de la Riqueza de recomendable lectura.

Hay cientos de ejemplos más de generosidad y responsabilidad social de grandes emprendedores que desarrollan actividades benefactoras en la sociedad en la que construyeron sus proyectos. De esa forma se dice, devuelven a la sociedad lo que ésta les dio previamente. Afortunadamente en España y en la Comunitat Valenciana es cada día más frecuente encontrar casos de compromiso personal o empresarial con proyectos solidarios o culturales mediante la creación de nuevas iniciativas o la participación en algunas de las existentes. La causa lo vale.

A lo largo de los últimos cincuenta años, España ha visto multiplicar varias veces su dimensión económica y se ha ganado un protagonismo internacional en muchos ámbitos. Nos referimos a ella como potencia turística, potencia en la fabricación del automóvil y, más recientemente, potencia deportiva o de país con calidad de vida democrática, afianzándose entre las mejores naciones del primer mundo. Sin embargo, a raíz de la última crisis, España ha perdido diez años, se han desatendido las crecientes necesidades sociales, y el desempleo ha hecho aumentar la desigualdad entre los españoles.

Por ese motivo, hoy más que nunca es preciso fomentar en España la cultura del mecenazgo que culmina y hace cobrar mucho mayor sentido al éxito empresarial o profesional. Crear riqueza es el primer paso, pero tan importante es saberla utilizar de forma inteligente y solidaria, mirando al futuro y contribuyendo a fortalecer la cultura y el entendimiento entre las personas. La esperada nueva ley de mecenazgo podría ayudar a su propagación, pero creo que la decisión de compartir el éxito económico con la sociedad de manera voluntaria y altruista es previa y nace de la conciencia social de las personas.