Los hombres siempre han tenido sueños de libertad, de igualdad, de felicidad colectiva. La imagen del regreso a casa y a la libertad mantenía la esperanza de los esclavos cautivos de las guerras del pasado y en el ideal de casi todas las religiones hay aspiraciones de igualdad y justicia social, aunque en ocasiones los dirigentes sustituyan los principios por el deseo de perpetuarse en un estatus de privilegios.

A pesar de los esfuerzos de la nomenclatura y los poderes fácticos por convencer a los ciudadanos de la maldad intrínseca de los seres humanos, siempre ha habido, además de la aspiración a la felicidad personal, una tensión histórica en favor de los desfavorecidos con el objetivo de extender el estado de bienestar a todos.

Es curioso que los deseos de libertad de los esclavos, las ansias de igualdad de la clase burguesa frente a la aristocracia, la lucha por la liberación de los proletarios... hayan sido calificados como utópicos por aquellos que pretendían que todo siguiera igual. Incluso en el proyecto europeo, que ha dado en crear una cierta generalización de los servicios a los ciudadanos independientemente de su origen, color, credo o capacidades, los que detentan el poder del dinero menosprecian los sueños de igualdad calificándolos de utópicos mientras se afanan en recortar los servicios sociales, mantener a salvo sus capitales en paraísos fiscales y elaborar fórmulas que, bajo la apariencia de no desincentivar el esfuerzo y la iniciativa, acaban consiguiendo que sean las clases medias las que soportan el peso de los impuestos y garantizan los bienes y servicios que todos disfrutamos.

La última crisis económica ha desarrollado un capitalismo feroz e indocumentado, que busca el máximo beneficio en el corto plazo, consolidado en el poder una clase política apesebrada, al servicio de las grandes empresas, y resucitado nacionalismos insolidarios, racistas y xenófobos que disfrazan de discriminación positiva lo que solo son deseos de crear muros y fronteras y ansias de exclusión de quien no comulgue con sus ideas. En este panorama, incluso en las democracias avanzadas, el futuro se presente desalentador.

Son malos tiempos para la cultura de la igualdad y la solidaridad y muchos partidos arriman a su causa el descontento de los excluidos y, aparentemente por los resultados de las últimas elecciones en Estados Unidos, consiguen que un número importante de ciudadanos renuncie a la llamada utopía de un mundo mejor para todos y aúpen al poder a personajillos de cortos vuelos y escaso alcance, que prometen la salvación particular del votante, incluso sobre la base de flotar hundiendo las cabezas de emigrantes y desheredados.

Detrás de discursos que anteponen los derechos de los nacidos en un pueblo o nación, de los que profesan un credo o hablan una lengua hay un tufillo insolidario que propicia una ética del náufrago a la desesperada en busca del último bote o del penúltimo salvavidas y se equivocan, nos equivocamos, si caemos en la trampa de ese juego porque no hay salvación posible para unos pocos si se basa en la exclusión de muchos