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Madrid, del distrito federal a las Españas

La autoridad de España se ha puesto en marcha y amenaza con aplastar las desviaciones de la ley y la norma. ¿No había otro camino que imponer el imperio de la legalidad?

Veámoslo con la siguiente perspectiva: Todo el mundo creía que el llamado Procés catalán era un ardid, mitad político, mitad engaño, para una negociación de ventaja, en lo fundamental por cuestiones económicas. En cualquier caso, los supremacistas parecían ser los abertzales vascos, siempre tan raciales, frente a los catalanes, mucho más pragmáticos y comerciantes. Ha sido justo al revés.

Eso quiere decir no solo que nada es lo que parece, sino que también cambia, se metamorfosea. Particularmente las identidades culturales y los sentimientos de pertenencia. Como el amor.

Con la crisis catalana, España se ha despertado de un profundo letargo -una buena siesta- y tiene la sensación de que le han estado robando la cartera. En parte, pero solo en parte.

El título VIII de la Constitución, el que define la organización territorial del Estado y consagra la existencia de comunidades autónomas -y que incluye el artículo 155 también-, salió adelante gracias a los largos paseos de Gregorio Peces Barba con Manuel Fraga por los jardines cercanos al Congreso, de jurisconsulto a jurisconsulto apelando al sentido del Estado del villalbino. De hecho, Fraga tragó solo en parte: dejó libertad de voto a los suyos ante el referéndum de la Constitución del 78, y el partido se le quebró.

Desde entonces, las élites del Estado Español abandonaron las autonomías a su suerte. Que en cada territorio florezca su propia realidad, o sea, otra élite, de carácter autonómico, aunque con escaso margen financiero -salvo el foralismo vasco-, y escasa corresponsabilidad fiscal. Más políticos, más asesores, más cortesanos€ como solución.

El cóctel ha sido el siguiente: una Constitución sacralizada y de vocación casi perenne, una intrincadísima madeja en los presupuestos públicos con altas dosis -más de un 20%- de discrecionalidad para la administración central, acompañada de irresponsabilidad fiscal autonómica con limitación de recursos y el grueso de los mismos destinados a pagar nóminas y servicios de educación y sanidad, con ausencia total de un proyecto «nacional» en lo cultural y pedagógico, floración del control informativo por territorios, complejos de culpa del españolismo y exaltación identitaria periférica no contaminada por el franquismo€ Total, catacroc.

Situados al borde del abismo, España deviene como un estado democrático cada día más inspirado en las ideas que sugirió el padre de la política moderna, el filósofo alemán Hegel, quien solicitó un estado fuerte, de «autoridad absoluta», para poder garantizar la libertad de los individuos y la eticidad de sus relaciones sociales. Poco de anglosajón, pero en esa vía hemos entrado, a la espera de solventar en dos o tres meses lo que se ha venido fraguando en cuarenta años. Tempus fugit.

Lo cierto es que en apenas unas semanas hemos asistido a un carrusel de acontecimientos que pueden modificar el curso de nuestra historia. La rebelión y el esperpento del nacionalismo catalán por una parte, pero también la inconsistencia de fondo de instituciones como el Senado, el Constitucional o la Audiencia Nacional, todas ellas brazos instrumentales del propio Estado. Demasiado artificio a ambos lados. En medio, dos circunstancias rotas: el tacticismo electoralista y ambiguo de los Comunes y Pablo Iglesias, y el desgarro interno del PSC que paga las consecuencias de haberse abrazado al catalanismo de los hermanos Maragall.

La cruda realidad: Madrid a la suya, cada día más gigantesca, elefantiásica, sin más política territorial que la de haberse convertido élla misma en un Distrito Federal a la hispanoamericana, confundiendo España con la capital, controlando la ley, el orden y la economía pero transfiriendo la educación que moldea ciudadanos y sus mentalidades€ Haciendo pasar todas las carreteras y trenes de alta velocidad por su centro estratégico, sede de cualquier instancia que se apellide «nacional»: biblioteca, teatro, museos, orquesta sinfónica y auditorio, compañía dramática o de danza, la liga de fútbol, da igual, todo está en Madrid amén de los telediarios€ Madrid, que absorbe también empresas multinacionales y crea su propio cinturón industrial, roturando meseta baldía y fiscalidad societaria barata€

No, lo nacional no se ha diseminado por las periferias españolas como en Alemania. No nos creemos de verdad que el Senado pueda convertirse en una cámara territorial que haga innecesario el TC y hasta que haga las maletas rumbo a Barcelona, como el Quijote. No somos capaces de discutir y asignar con criterios objetivables los recursos públicos entre las autonomías españolas. No dejamos de impedir que todos los trenes pasen por Madrid sin poder resucitar los caminos naturales que crean riqueza, como la Vía Augusta que es nuestra gran vertebra exportadora€

Solo de aquí a Navidad tenemos tiempo para no volvernos a sumir en la típica mala racha a la española. Más se perdió en Cuba, espetarán los orgullosos€ Puede, pero tras aquella derrota nadie pudo impedir la larga y honda depresión de la Generación del 98, a la que perteneció el joven Antonio Machado: «¡Madrid, Madrid; qué bien tu nombre suena, / rompeolas de todas las Españas! / La tierra se desgarra, el cielo truena, / tú sonríes con plomo en las entrañas”.

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