Opinión | Algo personal

La ayuda de la amistad

Casona de Tudanca.

Casona de Tudanca. / LEVANTE-EMV

Los libros te llevan de un sitio a otro, como a los titiriteros. Siempre admiré a esa troupe que llegaba al pueblo y plantaba su carpa en las eras cuando éramos críos y la vida no iba en serio todavía. Al menos para nosotros. Para nosotros sólo iban en serio los juegos de la guerra por todas las esquinas, entre las sombras que eran las sombras de una guerra de verdad, aunque eso lo sabríamos muchos años después, seguramente demasiado tarde, cuando todo era ya una mancha indigna en el centro de una memoria machacada.

Llevo varias semanas viviendo dentro de los libros. De los míos y de los que voy leyendo en los ratos de tregua camuflados en los viajes. Lo mejor de los libros que escribes es que se van llenando de gente que los habita poco a poco, de vidas que muchas veces nada tienen que ver con la tuya y las que cuentas con más o menos destreza en las novelas. Una mezcla de dolor de tripas y un disfrute impagable es lo que hace nobles la lectura y la escritura. Ninguna de las dos curan ninguna herida. Para eso están las tiritas y, si aguantas el pequeño escozor, un chorrito de agua oxigenada. Pero aunque leer y escribir no entren en la cartilla de la sanidad pública, sí que ayudan a entender mejor de dónde vienen algunas pesadillas, por qué vale la pena participar en esa hermosa ceremonia que es meterte entre pecho y espalda un buen lingotazo de historias ajenas que a ratos se parecen a las tuyas y otras se te antojan más raras que Finnegans Wake, el perro que ladra en Pet Sounds, de los Beach Boys, o El año pasado en Marienbad. 

Lo que no sé es por qué mucha gente se empeña en proclamar a los cuatro vientos, como piratas en el velero de Espronceda, que escribir es sufrir. No lo entiendo. Tampoco lo entendían Roland Barthes y Carmen Martín Gaite. Los dos decían que si no disfrutas escribiendo, tampoco harás que quien te lee pueda gozar con la lectura. En la parte que me toca, cómo voy a sufrir cuando escribo si acabo de llegar a casa después de dos semanas rodando por mil sitios con mis libros. Si ahora mismo estoy viendo las fotos de las vacas tudancas delante de la furgo que conduce Mariano por las carreteras cántabras del Valle del Nansa y hemos dejado atrás la visita a la Casona de Tudanca, donde vivió José María de Cossío y donde se montaban unas juergas de campeonato las gentes de la Generación del 27, con García Lorca, Alberti y compañía haciendo de las suyas, que no eran precisamente sólo las de la escritura. Una historia apasionante que en la voz de Agustín, haciéndonos de guía, sonaba a ese realismo mágico que poco tenía que ver con el soso de Pereda y sus narraciones tan aburridamente costumbristas. Menos mal que no me hicieron leer, en tercero de bachiller, Peñas arriba. Menos mal. A veces los milagros existen.

Sólo por estar unos días en Santander, vale la pena dedicarte a la escritura. Ya son muchos años de estos regresos. Ese grupo irónicamente llamado Desmemoriados que investiga la memoria colectiva de Cantabria con una pasión casi adolescente, que no se cansa de meterles mano a los vacíos más oscuros de la historia, que si no me dicen ven, como en el bolero, me presento en su casa sin avisar porque los dos nos sabemos de memoria las más enrevesadas contraseñas del afecto. Bajar por las curvas estrechas camino del Valle de Cabuérniga es una maravilla extraterrestre. La lluvia fina que no deja de caer es como el relato de un tiempo que se te había olvidado entre los malditos cambios de clima a que nos estamos condenando por nuestra mala cabeza y el cerebro plano de los negacionistas. No sé si he viajado más profundamente a ningún sitio que esa tarde en que llegábamos a la Biblioteca de Los Corrales de Buelna, donde Ana y Juanjo habían organizado el encuentro de unos Clubs de Lectura con El boxeador, mi última novela. Cómo no sentirme el rey del mambo si ese día, y el siguiente en la librería Gil de la capital cántabra, estarían conmigo Marta, Nacho, Roberto, Javier, Martín, Sol, Mariano haciendo de presentador de lujo, Yolanda, Tino y esa cabeza suya en la que se queda pequeña la historia entera de Cantabria y parte del extranjero. Escribo esos nombres -ojalá que ninguno se me olvide- y es como si esta columna fuera una canción de Amaral que me gusta casi tanto como With a Little Help From My Friends, de mis Beatles más imprescindibles. En otro momento de tanto encuentro a medio llorar, de tanta alegría sanadora, no podía faltar otro Javier, sobrino de Luis Montero, el joven cántabro que junto a sus amigos Juan Mañas y Luis Cobo fueron asesinados por la Guardia Civil en mayo de 1981 en lo que se conoce rabiosamente como el Caso Almería.

Los adioses de Cantabria siempre me dejan un grumo de tristeza. Esta vez se nos coló a vivir en los libros y ratos compartidos el 14 de abril, día de la Segunda República. Y me acordé de Zarco, el viejo camarada que se me murió en València hace sólo unos meses. Esta columna va por ti, amigo. Y la música, que sea el Himno de Riego, ¿te parece? Pues venga…   

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