El fallecimiento de Antonio Díaz Zamora nos deja sombríos, porque con él se va una de las luces de lo que hoy se denomina teatro valenciano. Y se va, seguro, al lado de la diosa Talia, porque la vida de Díaz Zamora estuvo siempre muy unida a su profesión (entre la realidad y el sueño). Todavía recuerdo cuando me reconoció que no sabía vivir sin su trabajo (doy fe). Puro teatro, y algo más. Por ello, cuando hablaba de su vida rememoraba el título de un libro de su admirado C. Stanislawki, Mi vida en el arte. Y digo arte, y no teatro, porque Antonio todavía creía en la escena como arte. Esa es la base por altura de una maestría que no nace de la nada. Nace de una gran preparación teórica, y mucha afición, mucha pasión, muchos desvelos€ Todavía me divierte comparar su mirada antes de un estreno y la de después. Ahora llueve en mis ojos.

Los ardientes aires teatrales le llegaron a ADZ desde pequeño. Bien pudiera haber caído en una pócima mágica. Pero no, la fuerza del sino le encaminó a ser hijo del propietario del teatro Ruzafa. Entre bastidores, allí pasaba horas y horas, como un ser privilegiado, a pocos metros del actor; incluso oyendo su respiración y viendo brillar las caras de sudor.

Disfrute y seducción, pero sin dejarse llevar por lo que se veía, al mantenerse en guardia, y con la sospecha de que otro tipo de teatro era posible.

Baste recordar el repertorio (Beckett, Ionesco, Pinter, Max Frisch, Dürrenmatt, Arrabal€) que ADZ propuso en los años sesenta dentro del teatro universitario y del de Cámara y Ensayo. Después, ya en los setenta, llegaría un montaje mítico, «Las salvajes en Puente San Gil» (J. Martin Recuerda) dentro de la apertura de un teatro de nueva planta, Quart 23 (después València-Cinema), y su incursión en el mundo pedagógico, llegando a ser protagonista de una auténtica revolución en la Escuela Superior de Arte Dramático de Valencia, que pasó de unos estudios del siglo XIX a otros del XX. A partir de su labor como Catedrático de Interpretación fue el maestro de buena parte de la actual profesión teatral valenciana, en todos los campos.

En los ochenta llegó otro montaje legendario, «Flor de otoño» (Rodríguez Méndez), estrenado el Principal de València y en el Español de Madrid, y la creación del ya difunto Centre Dramàtic, dirigiendo un primer momento en el que se produjeron sonados espectáculos, como «La Marquesa Rosalinda» (Valle-Inclán) o «L´home, la bestia i la virtut» (Pirandelllo). Eran tiempos que el teatro público todavía tenía el sentido que tanto ha perdido hoy. Visto ya con la distancia, se puede afirmar que aquella etapa es una de las más coherentes que se ha planteado hasta ahora en el teatro público valenciano. Y no digo esto ahora, lo he dicho muchas veces.

Más que lamentos justificados, es momento de subrayar algunas ideas de las muchas que nos ha trasmitido. Se pueden resumir, a duras penas, con una cita de su querido Jouvet: «Condenados a explicar el misterio de la vida, los hombres han inventado el teatro».

En cualquier balance que haga referencia al teatro valenciano de las últimas décadas aparece su figura. Es evidente que parte de su biografía ha tenido que cabalgar en contra del provincianismo dominante. Sin embargo, mantuvo siempre una posición elegante, manifestada de forma persistente a través de un trabajo riguroso, pasional y cosmopolita. De su última etapa me quedo con Mihura: ¡tres sombreros de copa para Antonio Díaz Zamora!