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Antonio

No había cumplido 20 años cuando abordó su primer montaje teatral. Muchos seguían llamándole «Antoñito», afectuoso diminutivo para aquel benjamín de los directores de teatro valencianos. Hablo de Antonio Díaz Zamora, cuya despedida ha suscitado una auténtica concentración de relevantes nombres de las artes escénicas, que han tenido las más expresivas palabras para quien fue su colega admirado y, en muchas ocasiones, su maestro decisivo.

Pero más allá del círculo profesional no somos pocos los que -desde el patio de butacas o desde una relación amistosa- lamentamos hondamente la desaparición de un hombre fundamental en nuestra cultura y singular en el trato humano, en el que desprendía un aura de inteligencia, nobleza y modestia tan subyugante como influyente. Nuestras conversaciones, que en bastantes ocasiones fueron entrevistas para distintos medios siempre me dejaban profundas huellas, que ahora revivo con nostálgica gratitud.

Su rico bagaje cultural comienza, como se ha comentado estos días, por la vinculación al desaparecido Teatro Ruzafa, de propiedad familiar que, además, según me decía, «me facilitó, desde niño, la entrada a los otros teatros ciudadanos (Eslava, principal, Serrano) gracias a lo cual poseo un repertorio de imágenes que mis coetáneos solo conocen por los libros, y una especie de archivo sonoro de la manera tradicional de ´decir´ del actor español, que ha variado mucho. Hoy no sería posible emplear ese tono tan pulido, pero había una gran sabiduría en la dicción de aquellos grandes como Antonio Vico, Manuel Dicenta, Carmen carbonell, Milagros Leal. Dominaban el arte de la palabra». A estas tempranas experiencias sumaba Antonio una gran biblioteca iniciada en la adolescencia, localizando en librerías de lance textos descatalogados o que la censura impedía editar. Procuró también consolidar su formación a través de viajes y cursos en distintas ciudades europeas. «pero siempre ha mandado en mí -confesaba- el estudio particular o la confrontación directa con el escenario o con otros profesionales, más que la instrucción académica». Esto hizo que para Antonio Díaz Zamora el hecho teatral fuera tan vivo, tan incandescente, tan pegado a la condición menesterosa y contradictoria del ser humano. Su pionera divulgación de un teatro vanguardista hace 50 años (Pinter, Ionesco, Arrabal, Beckett, Büchner, Max Frisch) «partía de una tradición sin la cual -aseguraba- no se pueden buscar nuevos lenguajes escénicos».

He tenido la suerte de presencial (y aplaudir fervorosamente) los tres montajes de Díaz zamora que nuestro crítico Enrique Herreras califica, atinadamente, de «míticos»: «Las salvajes en Puente San Gil», en 1972; «Flor de otoño», en 1986; y «Tres sombreros de copa», en 2008. Formaban parte de mis grandes recuerdos como espectadora. Como amiga y admiradora, el recuerdo más inextinguible es el del artífice de esas tres cumbres escénicas: aquel hombre que amó sabiamente al teatro. Y que nos lo hizo amar y gozar a los demás.

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