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Voro Contreras

El ritual

La cosa va de lo siguiente: cuatro británicos en esa edad en la que uno debería ver con nostalgia las borracheras en Ibiza, deciden hacerse mayores y pasar las vacaciones juntos haciendo senderismo. Entre la decisión y el viaje ocurre un hecho traumático que aquí omitiremos no vaya a ser que estén leyendo la columna y después quieran ver la película («El ritual» se llama). Lo dicho, que los cuatro británicos se van de excursión a un lugar tan inhóspito que está entre Suecia y Noruega, no les digo más. Llevan su brújula molona, su navaja del palo, su botas que se adaptan al pie y sus tiendas de campaña individuales, que los señores ya tienen una edad y seguro que roncan y tienen tendencias gaseosas. Pero entre risas y nostalgias, se van metiendo en un bosque de esos en los que los árboles tienen runas nórdicas grabadas en el tronco y en los que no se oyen pájaros y en los sin saber cómo llegas al claro con una caseta en el centro de esas en la que nunca te tienes que resguardar por mucho que llueva... Ya sé que así con la coña no parece que «El ritual» les vaya a provocar demasiado miedo. Y creo que «provocar demasiado miedo» no era el objetivo de los hacedores de esta producción que se ha estrenado en Netflix así como de tapadillo pese a triunfar en el último festival de Sitges. Cuando uno (o en este caso, aquí el que suscribe) ve «El ritual» no pega gritos de susto, no se tapa los ojos, no se coge al almohadón. De hecho, acaba la película y te vas a dormir pensando que bueno, está chula pero el final podría haber sido algo mejor. Pero al día siguiente te levantas y lo que era una película de terror se ha convertido en una historia sobre la culpabilidad, la depresión y el peligro de no saber cerrar ciertas heridas. Y eso, como es real, da mucho más miedo que cualquier monstruo hiperbóreo.

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