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Soy una feminazi, ¿y qué?

Me llamo Elizabeth y soy una feminazi. Soy una feminazi porque he decidido alzar mi voz contra cualquier tipo de desigualdad entre hombres y mujeres. Soy una feminazi porque me he quitado el lastre de ser buena, correcta, complaciente y, en ocasiones, hasta sumisa porque la sociedad en la que vivo, misógina y patriarcal, me lo ha grabado a fuego durante toda mi vida. Soy una feminazi porque quiero sentirme libre e ir por la calle sin miedo y, así, también quiero que se sientan todas mis iguales. Sí, soy una feminazi porque escribo de lo que me da la gana y, frecuentemente, critico lo mal que van el país y la justicia. Además de lo mal que lo hacen algunos hombres. Insisto, algunos hombres, porque cada vez son más los que se solidarizan con nuestra causa. Y a estos también se lo pone difícil la panda de machos alfa que se niegan a vernos como algo más que palos con faldas que meneamos la melena. Esos que nos prefieren con la boca cerrada y las piernas abiertas. A los hombres de verdad, a los que están de nuestro lado: gracias.

También soy una feminazi porque me duele cada vez que una mujer muere a manos de su pareja o expareja. Cada vez que recibe una bofetada, un insulto o una humillación. Cada vez que le matan a un hijo. Sí, a mí también me duele. Se llama conciencia colectiva. Se llama empatía. Se llama justicia. Sé que habrá quien empiece a leer este artículo y lo deje a medias porque está harto o harta de que «últimamente las mujeres siempre hablemos de lo mismo», como dijo Elvira Lindo recientemente en su columna de El País. Ya nos gustaría a nosotras hablar de otra cosa, no tener que reivindicarnos ni luchar por nuestros derechos porque entonces por fin viviríamos en una sociedad justa. Pero no lo es. La justicia se ha olvidado de nosotras. Nos olvida cuando juzga o pone en entredicho la versión de una mujer que ha sido violada. Cuando después de varias denuncias por violencia de género no le conceden una orden de alejamiento de su agresor hasta que la mata. Ahí la orden ya sobra, ya está bien lejos, a varios metros bajo tierra. Nos olvida cuando permite que se nos llame feminazis, locas, desquiciadas, por querernos unidas, vivas y libres.

Sí, señores, yo soy una feminazi y lo seguiré siendo por mí, por nosotras, por las que nos precedieron y por las que tomarán el relevo. Si ser una feminazi es querer(nos), pues sí, lo soy, ¿y qué? Pues que ahora saldrán todos a lapidarme. Porque esto funciona así. Porque hay quienes consideran que si ponemos en marcha una campaña como #metoo o #cuéntalo, en la que las mujeres narramos en las redes sociales alguna experiencia -que son muchas- en la que nos hayamos sentido acosadas, lo que realmente queremos buscar es el apoyo colectivo. ¡Claro, nos sentimos tan solas que necesitamos que nos arropen! ¡Cuánta desfachatez, por favor! Me gustaría saber cuántos hombres tienen miedo de volver solos a casa por la noche. Cuántos fingen hablar por teléfono mientras van por la calle y las mujeres les dicen groserías. Cuántos han tenido recelo de quedarse a solas con cinco chicas en una fiesta. ¡Venga, hombres del mundo! Confiesen cuántos han muerto a manos de violadoras. A cuántos les han echado burundanga en una copa para abusar de ustedes, algo pactado previamente por wasap, por una manada de hembras enloquecidas. ¡Ninguno!, ¿verdad? ¿Quieren que les diga de qué tienen miedo? De que hayamos roto el silencio. Porque esto ya no hay quien lo pare. Estamos viviendo una revolución femenina y vamos a ganar. ¿Y ahora qué, eh?

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