Entregar el corazón
Una lección tan dichosa como la de Paco Ureña contiene la fascinación de un componente único: la seducción del sentido último de ese trueque perpetuo entre la vida y la muerte, fundamento inacabable en las entrañas de toda creación
En una plaza de toros, la naturaleza asume formas insólitas o imponentes que quizá los demás mortales vemos inalcanzables. El impacto de esa naturaleza tan desorbitante es verdaderamente fuerte. Allí sentado en el tendido se suele experimentar -no siempre- una sacudida sísmica no del todo inmoderada. Al contrario, un obús de emociones. Son leyes atávicas escritas en el idioma de los semidioses y conservadas en el interior de la espuma del corazón igual que se conserva la salamandra en el interior del fuego.
El fenómeno apenas es percibido por quienes gozan de una afición tan única pero intempestiva hoy en día como el toreo. Pero allí sientes la perpetua fugacidad del presente, lo efímero de la existencia. La contumacia de la entrega. En apenas un compendio de destellos de una faena que se apagan tan pronto como la luz artificial de la bombilla entiendes el debate entre la vida y la muerte. Todo lo que se concentra a su alrededor desmiente, en cierta forma, ese sentimiento de infinitud que siente la sociedad actual. Cuando los toreros son furiosamente heridos por el toro y esperan en la sombra su recuperación examinan su propio destino: "¿Quiénes somos?", parecen preguntarse.
Las demás personas, allí sentadas en el tendido, parecen proceder de un ámbito contaminado, infectado por otros seres que realmente llegan a odiar la muerte. O la ocultan. Por eso, una estocada como la de Paco Ureña es un modo de ver sin ningún tipo de maquillaje lo valioso de una vida, cuando ella misma cuelga del hilo del pitón de un toro de Victorino Martín y le atraviesa la chaquetilla hasta partirla a la altura del corazón. Es inverosímil que de esa magnánima acción provenga nuestra propia supervivencia, lograda solamente con un valor tan explosivo capaz de hacer saltar por los aires trozos de la roca mineral más dura. El cuerpo de Ureña, lleno de naufragios, se jugó otra vez la vida intempestivamente como un tributo desvelado contra el peor de los arrecifes del futuro. Con el objetivo de doblegar como un reloj de arena tanta injusticia sobre sus espaldas.
Una lección tan dichosa contiene la fascinación de un componente único: la seducción del sentido último de ese trueque perpetuo entre la vida y la muerte, fundamento inacabable en las entrañas de toda creación. Y es que Ureña, ese torero que se niega a aceptar esa especie de destino infausto impuesto por los dioses, camina por la vida y la plaza con esa virtud única que derriba muros y detiene ríos: la pureza de su entrega.
La imagen que arroja esa estocada no es una foto adscrita a los rechazos del observador, sino que te atrapa por la fuerza que desprende. Cuando la ves por primera vez sientes directamente el péndulo respiratorio de la vida. El pulso del corazón que quiere reactivarse sobre los puñales fugitivos del toro que ha vendido cara su brava muerte. Solo los muy escépticos osan rebatirla. Negarla. Pero tras observarla, con todos los augurios que proyecta, habría que preguntarse: ¿Quiénes de nosotros entregaría la vida de esa forma por nuestra mascota? No se entiende que hombres a punto de morir ensalcen más que nunca al toro que tienen delante. Y es que hemos olvidado una esencia humana admirada hace siglos y que tuvo más valor que la propia vida: cumplir con el destino.
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