Reclamar derechos significa cumplir obligaciones. No es la primera vez que Sami Naïr, experto en inmigración y defensor de los derechos de los inmigrantes, subraya que éstos deben asimilar la identidad de las costumbres del país que los recibe. Hace unos años, el sociólogo francés sostenía -en Cataluña y en pleno debate sobre la interculturalidad o la no diferenciación de las culturas propias- que no se podía aceptar un número tan elevado de inmigrantes que pusiera en peligro la identidad de un país y, desde un profundo laicismo, rechazaba el velo de las niñas en el colegio o su negativa a dar clases de gimnasia. «Deben -zanjaba- adoptar las costumbres de la sociedad de acogida». La cuestión es de una enorme complejidad, como demuestra a golpe de estudio el ex asesor de Ségolène Royal, titular del concepto de codesarrollo. Y, sin embargo, ¿no hay algo ahí que recuerda la posición de Rajoy en su ya célebre «contrato de integración»?

Las divergencias, desde luego, son enormes, y no hará falta recordar aquí que las recetas de Naïr se oponen a cualquier gestión de los flujos migratorios desde la óptica policial (como, por cierto, acaba de proponer la UE en sus fronteras). Pero... Rajoy parece decidido a mantener el pulso sobre una de las cuestiones cardinales que golpea a las sociedades desarrolladas. La diferencia con Zapatero es que Rajoy aborda el asunto como problema o al menos como un fenómeno que genera desasosiego social. Zapatero lo enfoca, en cambio, desde una óptica fría, economicista, de beneficios y réditos, y desde la mera legalidad administrativa. Se trata de una divergencia sustancial. La izquierda abunda en los términos del breviario de la buena conducta, que sirve para todo: solidaridad, respeto, integración, alianza de civilizaciones. Etc. El PP, mientras tanto, invoca el desajuste social, la desestructuración del entorno, el desorden identitario... Ese magma es muy sensible, está completamente abierto, y posee muchos votos potenciales.