Los educadores y los padres se pasan la vida lanzando advertencias y dando consejos sensatos, pero lo que realmente influye en la formación de los niños es la televisión, tomada desde hace años por renombrados cocineros donde brillan como ejemplos profesionales del éxito, el esfuerzo recompensado y todo lo demás.

Cuando arreciaba la crisis y después de que varias oenegés y Cáritas denunciaran la existencia de un 25% de malnutrición infantil comenzó a emitirse en TVE un programa llamado MasterChef dedicado a jugar con la comida. No era el clásico formato en el que un cocinero más o menos simpático preparaba un plato mostrándonos los trucos de una receta: en MasterChef había que competir, había ganadores y perdedores elegidos por un jurado de expertos partidarios de combinar la gastronomía con la presión, más evidente, de la lucha por triunfar.

La verdad es que nos importaba un bledo que adultos hechos y derechos participasen en esa clase de certámenes estúpidos que no veíamos nunca para no acabar echando las papillas, porque, como dijo Rafael El Gallo, «hay gente pa tó».

Pero como en televisión el asombro siempre admite otra vuelta de tuerca, después apareció la versión infantil, MasterChef Junior, porque todo alimenta. En el programa de marras había poco de juego y mucho de estricta vigilancia a cargo de los cocineros, que, lejos de dejar a los niños a su aire, les imbuían rígidos valores competitivos, porque por lo visto hay que preparar a la infancia para competir, competir mucho, que es lo que les espera a los niños a la vuelta de la esquina en la vida real y en el mercado laboral.

Así que en la versión infantil de MasterChef lo importante no era tanto cocinar con alegría y por el simple placer de hacerlo (algo quizás divertido pero muy poco televisivo) como construir un régimen de perdedores, expulsados, repescados y triunfadores bajo la mirada implacable de un jurado de cocineros que hacían pensar nostálgicamente en el canibalismo.

Jugar por jugar (lo que no excluye el aprendizaje) no es una buena idea según los códigos de la televisión, y al parecer, lo mejor, lo adecuado, lo sensato, es que los niños imiten las sandeces, obsesiones y tensiones de los adultos, no sea que se tuerzan y acaben descubriendo de mayores el valor de la cooperación y la bazofia de la que están hechos ciertos concursos y algunos cerebros a falta de un hervor.

Pero lo que nos faltaba por ver era que esa moda pseudoculinaria, que traiciona todo lo que representa el placer de cocinar y la idea de la diversión, y que Carlos Arguiñano ha criticado como una impostura, fuese animada por las instituciones públicas con el consentimiento de algunos centros escolares.

El gobierno municipal de Gandia se ha sacado de la manga una iniciativa presuntamente educativa llamada «Junior Xef», en la que, por supuesto, hay que concursar, competir desde la más tierna edad escolar, y prepararse para asumir los sinsabores de la derrota.

La idea lanzada desde el consistorio es que hay que promover entre los colegiales hábitos nutritivos saludables, pero nadie ha explicado por qué la pedagogía sobre el consumo sano de alimentos ha de hacerse necesariamente sobre el formato de un «reality» del que se ha copiado hasta el nombre, ni por qué son imprescindibles un chef, un tribunal de cocineros, fases eliminatorias y una gran final donde solo triunfará el más apto, un pequeño chef, como mandan los cánones televisivos.

Si trasladar a las escuelas el espíritu competitivo de la telebasura es educar, yo soy el arzobispo metropolitano de Guatemala.