Perdón por empezar de este modo. La frasecita, que evidentemente es malsonante, la utilizó alguien para referirse a las pacientes que se encuentran atendidas en la Unidad de Trastornos de la Conducta Alimentaria en la que presto mis servicios desde hace más de 10 años. Al margen del insulto que supone para mi inteligencia, por dedicarme desde hace tanto tiempo a tratar enfermas que no lo son -es decir, ser una especie de médico de pacientes falsos e imaginarios (que es precisamente lo que opinan muchas veces cuando se les ingresa por su falta de conciencia de enfermedad)- en el comentario subyace algo mucho más devastador como es el desprecio, la estigmatización y descalificación de las pacientes y de las familias que sufren en sus carnes, nunca mejor dicho, estas enfermedades. En ese sentido, el comentario es indignante; si además les desvelo que su autor era una compañera "experta" en trastornos mentales, no es que de pena, es que es para ponerse a llorar.

Intentemos representar una situación prototípica. Por favor, hagan el esfuerzo de imaginar que su hija, que hasta ahora fue una niña cuando menos normal, deja de comer. Les dice que no se siente bien consigo misma; que se ve gorda; que le agobia, le da pánico el efecto que pueda tener en ella la comida y que no admite seguir comiendo. De hecho, come cada vez menos y llega un momento en que puede dejar a hacerlo por completo. Además no para de moverse. Se consume. Ya sé que se les ocurren muchas maneras de salir del paso y que podrán incluso pensar que esos padres son unos ineptos, que las malcrían con tanta tolerancia, pero la realidad, les aseguro, que es otra y tremendamente angustiante. ¿Qué podemos hacer? Esa es tal vez la pregunta más frecuente de unos padres angustiados, que se enfrentan no sólo a una situación que los desborda -la niña sigue perdiendo peso, cada vez va comiendo menos y está más exigente y muy irritable- sino además a una incomprensión mayúscula.

¿Saben ustedes que hay encuestas sobre cómo entiende la gente estas enfermedades? Aproximadamente, un 30% de los encuestados opina que las pacientes que sufren una anorexia nerviosa tienen la culpa de lo que les pasa y que hacen lo que hacen para llamar la atención, estando todo bajo control de su voluntad. Pero lo que resulta llamativo y con lo que ustedes pueden llevarse un sobresalto, y de paso desear que eso nunca les pase, es que el porcentaje de "incrédulos culpabilizantes" llega al 50% entre el personal sanitario. Quiero decir con esto que la actitud que pueden encontrar los padres entre sus conocidos o en el personal sanitario al que se dirigen es muy frecuentemente de incomprensión y, muy frecuentemente, inculpativo. ¿Con qué cara piensan ustedes que frecuentemente notan esos padres que los miran los amigos o quien los recibe en el centro de salud? No sólo están malcomidas sino además maleducadas: no les han dado lo que debían o como debían.

Los padres de estas pacientes se quejan, y hay que darles muchas veces la razón, de lo difícil que es alcanzar un dispositivo sanitario que les ayude. No es de extrañar, son "pijas malcomidas"; y si una "experta" piensa así, ¿qué puede pensar su médico, su enfermera o la vecina?. Eso sí, si se las deja, se mueren. Para terminar de mejorarlo, añadan a esa presunción de culpa que, con bastante frecuencia, "las soluciones" que plantean los distintos elementos de la familia (leamos madre y padre para hacerlo menos complejo) pueden ser radicalmente contradictorias, generándose una confrontación que amenaza, y a veces liquida, el equilibrio previo de la familia.

Son enfermedades mentales

A pesar de la visibilidad que los trastornos alimentarios vienen teniendo en los medios de comunicación, aún queda un largo trecho para que se les reconozca el carácter de enfermedad que indudablemente tienen. Dicho de manera más tajante: los trastornos alimentarios son enfermedades mentales. Hoy nadie parece dudar, ¿o sí?, de que los trastornos mentales no son sólo aquéllos en los que los síntomas escapan a la experiencia normal. La depresión mayor o los trastornos por crisis de angustia, son un claro par de ejemplos.

La renuncia a la comida, a pesar de mantenerse la sensación de hambre, o los atracones incontrolables de alimentos, que perfilan los síntomas nucleares de la Anorexia y la Bulimia nerviosa, no son tampoco meros caprichos. Tienen unos fundamentos biológicos, psicológicos y socioculturales que los convierten en prototipos de trastorno mental. Mientras esto no se reconozca así, los pacientes pagarán, además de las consecuencias inherentes a su propia enfermedad (y no sólo las físicas, ya que muchos sueños e ilusiones de la vida se quedan en el camino), el peaje de la incomprensión y del señalamiento social que les empuja o les ayuda a renunciar a la asistencia que necesitan y merecen. No ocurre algo muy diferente en el seno de las familias que albergan una sensación de falta de previsión, sentimientos de estigmatización y de culpa, preocupaciones por la falta de comprensión que tienen sus hijas y por su futuro, dependencia y malestar psicológico, a unos niveles muy superiores de los que se encuentran entre los familiares de pacientes con otros trastornos mentales graves como son las psicosis.

Es del todo necesario, y esto es aplicable a psiquiatras, psicólogos, personal sanitario y ciudadanos en general, que nuestra educación sanitaria y humana se amplíe y no sólo entendamos el drama añadido que supone nuestro desconocimiento de lo que son estas enfermedades, sino que además se active nuestro reconocimiento de las necesidades que tienen y merecen, tanto estos pacientes como sus familiares. En caso contrario, haciendo uso de una frase popularizada hace ya unos meses, parece que les queramos poner un pino en la barriga.

(*) catedrático de psiquiatría. Univ. de València

Jefe de la Sección de Psiquiatría Infanto-Juvenil y de Trastornos de la Conducta Alimentaria. HUP La Fe. Valencia