Hoy en día ya se puede afirmar que emprender es parte de la cultura popular contemporánea. Como en tantas cosas anteriormente, en España no hemos sido pioneros. Durante décadas hemos vivido según un modelo único de desarrollo profesional basado en la estabilidad, las garantías, el inmovilismo; mientras que en países como Estados Unidos o Israel la iniciativa personal y la asunción de riesgos siempre han sido valores esenciales.

Aun llegando tarde, hay que reconocer que nos hemos puesto al día a una velocidad de vértigo. A nuestro alrededor han florecido incubadoras, aceleradoras, fondos de inversión y jornadas en torno a la creación y desarrollo de empresas innovadoras. En pocos años, ser emprendedor ha pasado de considerarse algo difícil de explicar a motivo de orgullo.

De otra cosa quizás no, pero de crecimientos desaforados sabemos un rato por estas tierras. A pesar de que algunos expertos lo niegan, uno no puede dejar de ver indicios de burbuja en todo lo anterior. Uno de esos síntomas es que empieza a consolidarse el personaje del emprendedor, con algunos rasgos que de tan exagerados resultan cómicos.

Como ejemplo, conozco a varios CEOs de startups. Todos ellos han interiorizado los términos que deben emplear para encajar («levantar» dinero, pivotar, conversión, etc.). Todos tienen logos y tarjetas de visita. Y todos hablan de cambiar el mundo. Aunque la mayoría de ellos no tienen clientes. Y algunos ni siquiera tienen algo que ofrecer todavía.

El contraejemplo es otra persona que me reconocía hace poco que no se considera emprendedor. Sin embargo, este señor dejó con sesenta años su trabajo de siempre para montarse un pequeño negocio por cuenta propia. Años antes fundó un club infantil de baloncesto junto con un grupo de padres. Y hace poco se prestó como sujeto de ensayos en un tratamiento experimental para la enfermedad crónica que padece, sabiendo que había amplio margen para resultados muy malos. Si eso no es ser emprendedor?

Realmente da la sensación de que lo único que puede resolver el problema de desempleo que arrastramos en España es la creación masiva de pequeñas empresas. Las cuentas del gran capitán serían «un millón de empresas x tres trabajadores de promedio = tres millones de desempleados menos». Claro que una buena parte de esas empresas muere en unos meses, pero se supone que las que prevaleciesen más las que se volviesen a crear mantendrían las cifras en unos rangos adecuados.

Mi impresión es que para que ese plan funcione necesitamos más personas que hagan cosas con valentía que emprendedores de salón. Tenemos que perder el miedo a pasar a la acción, a equivocarnos y a no juzgarnos los unos a los otros. Todo ello todavía muy propio de nuestra cultura.