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Las pequeñas catarsis

El cincuenta por ciento de la necesidad literaria que sufren los lectores y los escritores es puro cotilleo, puro marujeo, chismorreo puro. Se trata del apetito de querer saberlo todo con respecto a los demás, de conocer los pormenores, de estar al tanto de los detalles, para saciar nuestra insaciable sed de historias ajenas.

Cuando hablamos de la voluntad de conocimiento que empuja a los lectores hacia sus lecturas y a los escritores hacia el acto de inventar relatos, ese conocimiento puede ser entendido en su acepción más elevada, pero también debe entenderse en su sentido más simple: conocimiento como saber elemental, no como sabiduría. Conocimiento como el que escucha detrás de la puerta. Conocimiento como el que mira desde detrás de la cortina. Conocimiento como el que fisga por el ojo de la cerradura, para sorprender desnudos a los vecinos. Conocimiento como el que roba las cartas del buzón ajeno, en busca de secretos inconfesables, de revelaciones asombrosas, de información privilegiada para privilegiados chismosos de escalera.

Queremos saber todo acerca del corazón humano, porque sabemos que el corazón humano es capaz de todo. Lo mejor de la literatura -o casi- consiste en la catarsis que obra en quienes la frecuentan: cómo nos purgamos de los delirios de nuestro corazón por corazón interpuesto. Cómo los demás -los personajes, las voces de los poemas, los narradores de los cuentos, los analistas de los ensayos- matan en lugar de que matemos nosotros, mienten en vez de que mintamos nosotros, lloran lágrimas de plomo sin necesidad de que malgastemos nosotros el plomo de nuestras lágrimas. Resulta maravilloso que las tareas más duras corran a cargo de los demás. Que se parta el corazón del mundo, con tal de que no se parta el mundo de nuestro corazón.

Los adulterios, con esa sobreabundancia de energía sentimental desperdiciada, con esos pormenores burocráticos que acaban por generarse, es mejor que les ocurran a los burgueses parisinos del siglo xix. Pero nosotros queremos saberlo todo, repito. ¿A qué olían las sábanas del hotel en donde se citaban los amantes? ¿Qué se decían cuando la culpa se les convirtió en un elemento de extraña voluptuosidad? ¿En el reservado de qué restaurante se escondían de sus cónyuges, qué cenaban y quién pagaba la cuenta? Necesitamos conocer los pequeños hechos verdaderos.

Las expediciones amazónicas -y sus fiebres amarillas, y sus fiebres tifoideas, y sus fiebres cuartanas- resulta saludable que las protagonicen otros, los protagonistas de los relatos sobre expediciones amazónicas. Pero queremos saberlo todo. ¿Cuántas picaduras de zancudo fueron suficientes para el contagio de esas fiebres? ¿Cuántos verdes distintos puede diferenciar un ojo humano en medio de la selva? ¿Cómo sudaban los porteadores indígenas de la expedición?¿Por qué los expedicionarios prometieron no dejarse crecer la barba e incumplieron su promesa? Todos esos detalles son imprescindibles. Nos va la vida en ellos. La vida de la historia, del interés por los hombres y mujeres que aparecen en las páginas del libro. Aportadnos todas esas minucias o callaos. Si no sois capaces de arquear las profundidades del alma de individuos concretos, dejadnos en paz.

Qué alivio que se mueran todos los que se mueren en la literatura, sin necesidad de acabar nosotros muertos.

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