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Necesitas un loco

Un escritor no es nadie hasta que no dispone de un loco propio para su uso privado y público. El loco de un escritor es un incondicional que no entiende por qué razón es el loco de determinado escritor, pero que lo es por encima de las razones. El verdadero loco de escritor no sólo no conoce el motivo de su locura, sino que no entiende lo que su escritor escribe, ni le importa, porque el corazón posee mecanismos literarios que no se rigen por otra preceptiva que no sea la del juicio aleatorio.

Creo porque no sé muy bien lo que dice mi autor -podría proclamar el loco-; creo porque no sé, pero el caso es que creo. La devoción que el loco siente hacia su poeta de cabecera, hacia su novelista crónico, hacia su ensayista más allá del deber, representa una variante del amor: del amor loco, que es una de las variantes amorosas más célebres en el universo literario.

Cuando el amado reflexiona y se para a pensar en la inclinación que despierta en su loco amante, se sume en la perplejidad. ¿Qué habré escrito yo para merecer que se me quiera tal que así? Cuando el amado intenta comprender los engranajes neuronales que empujan a su loco amante a interpretar sus páginas como lo hace, utilizándolas para sus digresiones y desahogos, cae en la depresión post-parto verbal. ¿Qué habré pensado yo para dar que pensar tal que así?

Antes, en el Jurásico precibernético, cuando no existían las redes sociales, los escritores tenían de sus locos una noción vaga. A veces los locos se hacían con la dirección del escritor, le enviaban una carta de amoroso hermetismo intraducible, y la pasión se diluía en el éter de las pasiones generales. Pero ahora Internet y las redes conspiran a favor de todas las demencias, y el loco de escritor posee su megafonía propia, que es como depositar un Kalashnikov en las manos de un mono.

Permítanme la inmodestia psicoanálitica de confesar que poseo mi pequeña granja de locos en las redes: mi terapeuta me aconseja que trate el asunto con naturalidad. Me tienen preocupado, pero trato de sacarles partido estilístico. Cuando escribo, por ejemplo, un aforismo de naturaleza irónica, ellos se lo toman en serio, y lo glosan con dos folios de gravedad abstrusa. Cuando me pongo trascendente, ellos se parten de la risa y me celebran con jajajás y emoticonos que lloran de contento. Cuando aspiro a ser científicamente pedagógico, me contestan en las redes con un misterioso: No entiendo, pero comparto. Mis locos me hacen mejor: me recuerdan la necesidad de ser más preciso, para que no aumenten las criaturas chiripitifláuticas entre mis seguidores.

Podría borrarlos de mis redes, hacerlos desaparecer de la virtualidad (valga el disparate ontológico), pero lo cierto es que me hacen compañía. El oficio de escritor es muy solitario, carente de aventuras físicas y con relativamente pocas experiencias químicas. Si uno colecciona y alimenta sus propios locos, se encuentra como en familia siempre.

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