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Una noche ineludible

Una noche ineludible

Es de sobra sabido que cada nuevo año la celebración de la noche de Halloween cobra más dimensión social, hasta el punto de erigirse como ineludible el hecho de salir hasta las tantas forrados de un original disfraz que de susto, miedo, o recuerde akelarres, zombis o al mismísimo Freddy Kruger, con lo mal que su personaje ha envejecido con el paso de los años.

Cuenta la destreza y dar rienda suelta a la noche, casi como si se tratara de Nochevieja o festividades similares donde nos emborrachamos de alegría, abrazos y celebración, aunque el año no haya sido positivo o lo que venga tampoco tenga demasiada buena pinta. Aún así, la fecha es sagrada de la cabeza a los pies y se sigue consolidando más cada año. Sin ir más lejos, la noche del pasado viernes, la antesala o la víspera de Halloween, conté hasta cinco grupos de gente que ya lucía sus atuendos en plena calle, concretamente en el trayecto a pie entre la calle Erudito Orellana, pasando por la Gran Vía Ramón y Cajal hasta el corazón de la Calle Jesús.

Trato de echar la vista atrás y no recuerdo, ni en mi infancia ni en mi adolescencia, que celebráramos con tanto fervor una fecha así. Al contrario, el primero de noviembre era jornada de recuerdo para los que ya no estaban y poco más, aunque sí llegaran imágenes en los telediarios de cómo muchas ciudades norteamericanas se inundaban de autóctonos yankis disfrazados portando calabazas con velas, además de una buena cantidad de dosis etílicas en el cuerpo. Creo que mi escasa empatía para con estas fiestas es el motivo de mi sorpresa hoy, al no haber podido seguir una evolución y un análisis del tema a fondo. De repente, y desde hace pocos años, he visto mi ciudad impregnada de todo esto, incluso en alguna ocasión, por no discutir, me he enfundado una sencilla careta con tal de no aguantar la cháchara del personal.

En lo político, si el año pasado la polémica nocturna se cebó en las multitudinarias inspecciones de trabajo en el sector de la hostelería, concretamente en la zona de la Plaza del Cedro, provocando imágenes más cómicas que terribles, este año la cosa se ha centrado en la intención de retirada de las cruces del cementerio municipal. Si bien es verdad que hay asuntos más delicados que tratar, y algunos han tildado la polémica de provocadora e innecesaria, más allá de su gratuidad, no es menos cierto que tantos años con lo mismo (democráticamente decididos, por supuesto) han sembrado el costumbrismo en muchas cabezas pensantes.

Seamos claros. Modernicémonos, localmente hablando, hacia lo que somos, un estado laico con libertad para elegir nuestra creencia religiosa o la ausencia de ella, sin que decisiones de carácter público prioricen o favorezcan a una religión concreta, como venía pasando, hasta el punto de interiorizar como correctas ciertas decisiones solo por el mero paso del tiempo o la benevolencia de la costumbre. A muchos les sorprende la decisión del Ayuntamiento, pero es cierto que por norma un cementerio no tiene por qué resguardar símbolos concretos que nos llevan a entender el favoritismo hacia una religión, precisamente, concreta.

Sea como fuere, con o sin cruces, Halloween ha dejado en Valencia 15.000 kilos de basura y un total de 70 denuncias vecinales. Citando una frase extraída de las originales y estupendas citas de las redes sociales, como sigamos así, y me consta que así será, poco nos queda para que acabemos celebrando también el 4 de julio. Tiempo al tiempo.

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