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José Antonio Sanantonio en el Teatro Ruzafa

Una estirpe entre bambalinas

La labor de Sanantonio en el coliseo valenciano, que fue inaugurado en 1868, le relacionó con muchos de los artistas colosos de la época, como el Titi o Antonio Amaya

Una estirpe entre bambalinas

«Bramant teatre» cierra este fin de semana en la «Sala Russafa» el ciclo de dramaturgia valenciana que la semana pasada iniciaron «Fil per randa» y «Pànic escènic», esta última compañía con la extraordinaria cómica Amparo Sospedra, una maravillosa Lina Morgan valenciana. Lo que debiera suceder en una sala pública, sucede en una benemérita sala privada. En la casa de «Arden»se ha visto últimamente un apoteósico Shakespeare hindú, el cabaret «Gypsy», o el «Somshow» de la Margot, ecos de aquellas variedades que caracterizaban a su antecedente nominal, el «Teatro Ruzafa» de la calle del mismo nombre esquina a Colón.

Mucho se ha hablado de los artistas del «Ruzafa», del debut incipiente de personajes luego míticos, como Lina Morgan o Rosita Amores. Pero poco se habla de sus interioridades, de una persona que fue su columna vertebral en la discreta obscuridad de las bambalinas: Antonio Sanantonio Valero.

Hasta la historia de su nombre y apellidos es legendaria. Hace muchos años, a finales del siglo XIX, un niño fue abandonado en el torno del Hospital de Valencia. Como no había ningún dato sobre su identidad se le puso de nombre Antonio, santo del día, y como apellidos Sanantonio Abad. Era una manera fácil y sencilla de cubrir el vacío de su misteriosa identidad, pues los niños que llegaban al hospicio igual podían ser hijos del valenciano más pobre de la urbe, como un desliz del aristócrata más refinado. El torno impone la igualdad social más radical que existe.

Antonio Sanantonio compensó su orfandad teniendo quince hijos. Uno de ellos se llamó José Antonio Sanantonio Valero, que casó con Milagros Pinazo Lacuerda, y tuvieron cinco vástagos: Pepe, Luis, Vicente, Concha y Amparo. En aquellos tiempos de posguerra cualquier oficio era bueno para sobrevivir. José Antonio fue ebanista, transportista en un carro y finalmente entró en el Teatro Ruzafa como chico para todo. Vivían en una calle Luis Oliag rodeada de huertas.

José Antonio era como una hombre orquesta. Su dedicación al Ruzafa era completa. En cada función desarrollaba diversas funciones totalmente distintas. José Antonio oficialmente era conserje; pero cuando entraba la gente se transformaba en acomodador. Una vez estaban todos los espectadores sentados, atravesaba el «gallinero» y desde la parte más alta del local ejercía de tramoyista, subiendo y bajando telones. Entre acto y acto, en invierno, debía bajar al sótano a llenar las calderas de la calefacción con carbón.

José Antonio debía también agasajar al hombre de la censura, el implacable y reprimido juez que decidía qué números eran aptos y cuales prohibidos; además de ajustar los centímetros y escotes de las vedettes.

La labor de Sanantonio en el coliseo valenciano le relacionó con muchos colosos de la época. Los más famosos fueron el Titi y Antonio Amaya, artistas homosexuales que fingían sobre el escenario unas peleas fabulosas que encandilaban al público. También el elegante Pepe Marqués o los distinguidos Julita Díaz o Pedrito Rico. Aunque lo más exitoso era la compañía de revista de Matías Colsada, empresario obsesionado con las mujeres bellas, que se publicitaba con un eslogan que hoy en día sería imposible: «Somos las chicas alegres que trajo Colsada para quitarle el mal humor».

José Antonio, hombre emprendedor, adquirió un motocarro e inventó otra ocupación para arañar unos ingresos. Como en aquellos tiempos, además de los teatros capitalinos, triunfaban los «bolos» en los pueblos, el hombre organizó un sistema de transporte de las maletas de los artistas. Las recogía personalmente en cada domicilio y las trasladaba hasta las rejas del instituto Luis Vives, desde donde partían los autobuses que llevaban a toda la compañía. De esta manera los artistas iban y venían sin cargar bultos. Al volver, en la madrugada, José Antonio esperaba en la calle Ruzafa y guardaba las maletas en el teatro mientras los divos se iban a dormir. Al día siguiente, por la mañana, procedía a devolver cada bolso a su propietario.

José Antonio contaba con sus hijos. Luis, con solo trece años, entró como pinche en el restaurante «La Nueva Torera», y después en el «Bar Ruzafa». Después, junto con su hermano, en el teatro, conociendo los secretos más hilarantes sucedidos entre telones. Los cuenta y rememora en su kiosco de la calle Obispo Jaime Pérez, esquina a Salvador Lluch, todo un centro social donde es personaje querido y respetado, uno de los escasos espacios de convivencia vecinal y familiar que la moderna sociedad individualista está destrozando.

Luis Sanantonio es un gran caballero, como lo fue su padre. Estuvieron juntos en el eclipse del Teatro Ruzafa y luego pasó a la flamante discoteca «El buho» de la calle Tomasos; inaugurando también como hostelero el «Sidi Saler» actualmente cerrado. Más tarde se dedicó al transporte y a los recambios para el automóvil, hasta recalar en el mundo de la distribución de prensa y revistas. A finales del siglo pasado conoció a una mujer estupenda, Amparo Camps, y tuvieron dos hijas: Laura y María Amparo.

Luis recuerda perfectamente como fue el último día del «Teatro Ruzafa» en 1973. Había sido inaugurado en 1868 y por sus tablas había pasado lo mejor de lo mejor. Aquel aciago día estaban juntos el empresario Rafael Culla; el gerente Ramón Sancho; el taquillero Federico y su padre, José Antonio Sanantonio, que fue el encargado de dar la vuelta por última vez a la llave de la puerta principal. Después, la piqueta se encargó del resto: derribarlo todo para que naciera posteriormente el gran centro comercial valenciano «Marcol» que luego sería fagocitado por una gran marca madrileña.

Sanantonio padre pasó al «Teatro Principal» donde se jubiló a una avanzada edad; pues todos lo querían y le animaban a que siguiera en su puesto. Luis, entre su voluminoso almacén de anécdotas, recuerda con gran cariño los «bolos» de verano en los que participaba como ayudante casi niño junto con Vicente Lladró Sena. Acudían a todos los pueblos en fiestas con equipos alquilados en «Hermanos Torres», la empresa de sonido ubicada tras el edificio de Gobierno Civil. Nostalgias de un mundo lejano que nunca volverá, donde la vida era más amable y podían vivir dignamente las familias que respiraban y emanaban bondad.

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