«Los policías me riñeron por haberlo cogido, pero, ¿qué iba a hacer? Sólo quería cumplir con mi deber de ciudadano y evitar que otra persona sufriera daños si el obús estallaba». Habla Ismael Belenguer, un joven de 33 años que reside en el barrio de Benicalap y que el domingo, cuando sacaba a su perro poco antes de las seis de la madrugada, se topó con un proyectil de la Guerra Civil, muy deteriorado, tirado sobre unos arbustos, «justo entre unos generadores eléctricos y una guardería».

Ismael, que tenía prisa por irse a pescar con un amigo, decidió coger el obús y llevárselo a la Policía Local, cuyo retén se encuentra muy cerca del descampado donde estaba la bomba. Para ello, subió a su casa, cogió un paño de cocina y la envolvió.

«La llevé en brazos», casi como si fuera un bebé, explica. Al llegar a la puerta del retén, el agente de la puerta, a través de la cristalera, le preguntó dónde iba y qué quería. «Nada, vengo a traer esto», le espetó Ismael. Cuando el policía fue consciente, «me dijo que lo dejara en el suelo inmediatamente y me riñó por haberlo cogido en vez de llamarles a ellos».

De hecho, no es la primera vez que un viejo proyectil de la Guerra Civil mantiene la capacidad explosivo y acaba hiriendo u ocasionando la muerte de personas que los manipulan.

El obús, posiblemente procedente de algún domicilio -muchos fueron conservados como recuerdos familiares-, fue finalmente destruido por especialistas en desactivación de explosivos de los Tedax de la Policía Nacional, cuerpo que investiga la procedencia del artefacto.