Si el resto del menú es como este plato te saco a hombros del restaurante». Es lo que le dije a Vicente Patiño cuando probé el primer plato de la tarde, un cremoso de cebolla a la brasa con anchoa en salazón y cacao del collaret. No pude cumplir mi promesa porque un plato anodino (su navaja con leche merengada de coco y miel de cítricos) apareció en forma de excusa para librar a mi espalda de una hernia. El resto del menú me hubiera obligado a pagar prenda.

Veo a Patiño muy maduro. Desde que lo conozco ha ido creciendo y asentándose. Primero tuvo que atreverse. Quitarse el miedo a ofender que planeaba sobre unos platos que eran muy correctos pero algo fríos. Aprendió a confiar en sí mismo y las recetas se volvieron mucho más interesantes. Ahora, más seguro aún, se ha quitado otro sambenito: la sorpresa. En sus platos no intenta reivindicar nada, sólo gustar. En general, no invitan a una reflexión, pero siempre te saben a poco. En esa línea están sus guisantes con sopa ibérica o las acelgas al ajillo con peretxicos y rossinyol. Son sencillos, pero tan ricos que maldices que el plato fuera tan pequeño.

En cualquier caso, no nos engañemos, aquí hay mucha cocina. Éste no es un restaurante de producto. Cada receta acumula elaboraciones y matices que pueden pasar desapercibidos para el cliente pero engrandecen la receta. Un

ejemplo es su merengue templado de ostra valenciana con codium y amontillado. Esa receta lleva muchísimo

trabajo detrás, pero la pruebas y sólo piensas que esa ostra debería de servirse, como en los viejos bistrós, por docenas.

Hablo, pues, de una cocina donde el sabor lo ocupa todo, dejando de lado términos que parecen obligados

en la cocina de hoy en día como concepto, técnica o diversión. Nada esconde su pil-pil de pieles de atún. Lo

pruebas y lo encuentras tan cremoso, que imaginas un gelificante de nueva generación, cuando en realidad el origen de esa textura tan untuosa está en la propia grasa de un atún rojo de caña.

Si algún ligero problema se puede encontrar en algún plato tiene que ver con los equilibrios. Así, su tartar de tomate de penjar está riquísimo pero oculta un tanto el sabor del salmonete. Su versión del Almusafes (bocata típico de sobrasada, cebolla y queso) necesitaría del pan para no parecer tan contundente y a su gamba en bleda le sobra cebolla para apreciar más el sabor de la gamba. Pequeños matices que no arruinan los platos (que están muy buenos) pero sí desmerecen un poco su potencial.

Vicente tiene un problema con el espacio. Y lo sabe. Abrió Saití con sus medios y sin red. Eran los años duros de la crisis y tuvo que aferrarse a la única propuesta que entonces ofrecía posibilidad de éxito: El bistró contemporáneo. Pero a Vicente se le desborda la cocina entre las manos y conforme el negocio se asentaba y las cuentas salían su cocina ha ido evolucionando hasta ser más propia de un restaurante de autor. Patiño intenta adaptar poco a poco el local a la nueva realidad de sus clientela. Ha quitado alguna mesa y ha insonorizado mejor el local. No tiene un sumiller pero lo suple proponiendo una gran carta de vinos a unos precios imbatibles. Quisiera otro espacio más cómodo para Saití. Seguramente Vicente también. Todo llegará.