La lucha por normalizar la diversidad sexual, como podemos comprobar estos días de la primavera, nunca ha sido un camino de rosas, más bien fue (y todavía continúa siéndolo) un campo de minas antipersona.

Hasta llegar al momento actual, de avances y conquistas de género, muchos castellonense llamaban «plaça de les tortilleres» al mismo lugar donde ahora las autoridades han pintado un par de bancos con los colores de la causa LGTBI. El apodo homófobo se lo pusieron porque en su día el alcalde Fabra mandó instalar en esta glorieta la fuente de los artistas, la alegoría de las Bellas Artes de Adsuara con las figuras de dos mujeres semidesnudas abrazadas.

Al hecho de decorar el mobiliario urbano con el cromatisomo del arco iris se le denomina «reapropiación», en tanto que contrapone lo peyorativo del apelativo de «les tortilleres» con el valor positivo de los bancos.

Esta imagen resume a la perfección la evolución de las mentalidades respecto a la identidad sexual de los individuos, en una época como la nuestra, de tránsito del patriarcado hacia la igualdad de derechos. Pero venimos de muy atrás y el camino de la «reapropiación» en usos y costumbres no es tan sencillo como comprar siete botes de pintura en Galindo.

La sociedad castellonense conoció en la posguerra el caso del suicidio (o del asesinato, según se rumoreó) en los calabozos de comisaría de un tendero de la calle General Aranda, nuestro Libertador. De ese hombre, casado y con hijos, se dijo que había «abusado» de un menor (¿20 años?), cuando, a lo mejor se trataba de una relación consentida, aunque clandestina, por no calificarla de un enamoramiento entre dos adultos del mismo sexo. Por este motivo, y ante una denuncia anónima, el botiguer fue conducido por los agentes del orden hasta las dependencias de la Dirección de Seguridad. Tras el interrogatorio, el presunto pederasta quedó retenido y, en tanto que iba vestido siempre con una faja morellana, no despertó sospechas que fuera con esta prenda con la que apareció colgando en aquel cuartucho.

El viajante de comercio

En la Pobla Tornesa, ese territorio macondesco del señor Sanchis, un viajante de paso le preguntó a otro tendero, Parranda, si la localidad disponía de «una casa de sinyoretes». El propietario del colmado le contestó que no contaban con aquel tipo de establecimiento, pero que «alguna cosa podrem arreglar». En combinación con Pepito Renau, la persona que había inventado la máquina de elaborar panfigos industrialmente, se porfiaron y el inventor del artilugio fue quien finalmente acudió a la cita acordada. Lo hizo ataviado de femme fatale, la guisa con la que solía travestirse en los días del carnaval. La tía Càndida contaba el desenlace del encuentro entre los dos hombres en una pallissa. En opinión de la beata, la broma se saldó en el momento que el forastero confirmó que su amante furtivo «tenia pom, igual que ell», y nunca más se le volvió a ver por la Pobla.