La infancia es el país de las leyendas. Sobre todo, lo era cuando en los años cincuenta del pasado siglo la realidad y la invención andaban juntas por las calles de Gestalgar, mi pequeño pueblo envuelto -como tantos otros muy cercanos- por los montes de la Serranía. El río Turia baja encajonado desde Chulilla hacia las revueltas llenas de cañas de la ermita. Hace muchos años, el mes de octubre de 1957, una riada terrorífica devastó las huertas del Rajolar y dejó en Pedralba, dos pueblos más abajo, una docena de muertos. Junto al río todavía sigue en pie el lavadero, el viejo lavadero donde las mujeres lavaban la ropa porque las lavadoras tardaron mucho en llegar a las casas, lo mismo que los frigoríficos, las duchas y el champú. Recuerdo que mi madre nos lavaba la cabeza con vinagre y se nos quedaba un olor agrio que no nos abandonaba en todo el día los domingos y las fiestas que se llamaban de guardar. Las mujeres también cargaban con la cerrá y la ropa sucia y encaraban la senda de la Peña María para restregarla bien restregada en las losas rasposas de la Fuente Grande.

Eran otros tiempos. No tan buenos como alguna gente dice. La nostalgia embellece lo de antes. No me gusta la nostalgia. La vida es ahora. Como el túnel que arrancaba desde el castillo y, según la leyenda de nuestra infancia, por su trazado oscuro bajaban los moros para abrevar sus caballos en el río. El túnel llegaba hasta la bocacha que se abría justo al lado del lavadero. El túnel ya no es una leyenda. No había en su interior esqueletos colgados con cadenas de las paredes, como nos inventábamos en nuestros juegos las tardes sin escuela. Pero un día llegaron a Gestalgar Paco y Mariluz y empezaron a escarbar en las tripas del pasado para convertir ese pasado en ahora mismo, como antes decía de la vida. Forman parte de la Societat Espeleològica de València y nos fijaron, como palos en un fuerte del Far-West, a las raíces más profundas de nuestra tierra. Un día reunieron un grupo de personas, se clavaron en las cabezas cascos con linternas y se adentraron en la negrura abrupta de un túnel que hasta entonces había formado parte de nuestras invenciones, de ese imaginario fantasioso que era la manera de crecer en aquella ya lejana infancia de posguerra.

No resulta fácil circular por dentro. Filtraciones entre los muros, apaños que se han venido sucediendo sin orden ni concierto, agujeros que dan a algunas calles y convierten algunos tramos del túnel, con sus vertidos, en auténticos galpones de basura. No sé de quién depende esa intervención tan urgente como necesaria. La historia de los sitios discurre por arriba y por abajo, por los adentros y las afueras de esos sitios y del tiempo que les ha tocado vivir. Por eso escribir esta crónica me provoca una extraña mezcla de satisfacción y de desasosiego. Porque descubrir que aquello que formó parte de tu imaginación es una realidad, no puede más que llenarte de una alegría insobornablemente hermosa. Pero también te provoca una cierta inquietud, ese descubrimiento, porque aquellos sueños de la infancia -que es la forma que contaba Machado de nuestra perdurabilidad en el tiempo- se irán a pique si el túnel que baja desde los pies del castillo hasta el río no se rehabilita y se va abriendo -aunque sea poco a poco- a la gente que quiera recorrerlo como si formara parte de una leyenda que, como todas las leyendas, son algunas veces tan reales como la vida misma.