­Agrupados todos en la lucha final, haciendo añicos el pasado de unidad y como una famélica legión sangrada de votos y titulares, hartos unos de la tutela odiosa del pedrismo y otros empeñados en que caiga el tirano Rajoy, el cónclave socialista de ayer tuvo reminiscencias formales de La Internacional, aunque con una pequeña salvedad: la batalla se producía en el seno de la izquierda y la guerra no era contra dioses, reyes ni tribunos, sino fratricida. Pero más allá de internacionalismos, el Comité Federal del PSOE también tiene una honda lectura valenciana.

Empezó todo con la disposición misma de los miembros en la sala de Ferraz: Carmen Montón, consellera de Sanidad de la Generalitat, sentada justo a la derecha de Pedro Sánchez en la Ejecutiva jibarizada tras las dimisiones. El secretario general cuestionado quedaba situado entre su lugarteniente Luena y Montón. Gran simbolismo.

Abajo, en la primera fila de barones autonómicos y a tres sillas de Susana Díaz, estaba sentado el presidente valenciano Ximo Puig, alineado con los críticos a Sánchez y con una delicada situación interna: militantes socialistas pidiendo su dimisión a las puertas de Blanqueries -algo que jamás hicieron los afiliados populares a Camps ni en sus peores momentos judiciales-; un partido dividido; una consellera en sus antípodas orgánicas; un socio de Consell callado pero incómodo, a la par que hambriento de futuro sorpasso electoral con rostro de Mónica Oltra; y un Podemos valenciano receloso de las explicaciones del president socialista al que arropa, con la granada en la mano de Antonio Montiel para dinamitar la estabilidad parlamentaria en las Corts y el dedo en la anilla compartido con Pablo Iglesias.

Todavía hay otro flanco subterráneo. A nadie en Blanqueries se le escapa que la nueva hornada de dirigentes del PSPV -el presidente de la diputación Jorge Rodríguez o el alcalde de Mislata Carlos Fernández Bielsa- siguen con expectación la lectura valenciana de esta crisis. Ahí pueden hallar munición a largo plazo para cuestionar a Puig al frente del partido si con sus acciones ayuda a Rajoy. Pero también pueden ver arruinadas sus esperanzas de futuro si el socialismo se resquebraja y cede la primacía autonómica del voto progresista. Es decir, verán pasar su tren si el PSPV queda relegado ad eternum.

La evolución del voto socialista ya ha dado signos de alarma. El todopoderoso partido del puño firme y la flor fresca que en las Generales de 1982 superó el 1.100.000 votos y alcanzó su techo histórico del 53,3 % en la Comunitat Valenciana ha ido perdiendo fuelle. En el último lustro, de manera alarmante. En las autonómicas de 2011 cayó por debajo del 30%: aquel 28,7 % de Alarte fue interpretado como una catástrofe electoral. Pero era sólo el preludio. Desde entonces se han celebrado seis citas con las urnas y los porcentajes socialistas han ido a la baja: 27 %, 22 %, 24,9 %, 20,9 %, 19,9 % y 20,9 %. El PSPV llegó a perforar incluso el simbólico suelo del 20 % en las Generales del pasado diciembre. Ya está a punto de caer por debajo del medio millón de papeletas.

Tras la convulsión de esta semana, nadie puede perfilar cómo de negra será la próxima estación del via crucis del socialismo valenciano en el momento que más poder institucional concentra en dos décadas.