Hay noches en las que Vanessa Pacheco se despierta con un brinco en la cama. La pesadilla ha vuelto: a sus dos hijos los secuestra la guerrilla colombiana y los van a matar. Aunque esté a 8.000 kilómetros de las zonas rojas colombianas. Aunque vayan a cumplirse nueve años desde que llegó a España huyendo de un pasado que la carcomía y un presente que no la dejaba vivir en paz. Las pesadillas vuelven una y otra vez. Es una de las secuelas que le dejó su pasado como víctima del conflicto colombiano: a su padre lo mataron cuando tenía siete años; a su madre la hicieron desaparecer cuando sólo contaba con dieciséis. Así la dejaron huérfana de padre y madre.

Las secuelas psicológicas tardaron mucho en pasar a un segundo plano. Sin embargo, Vanessa votará hoy a favor del «sí» al proceso de paz en el plebiscito que puede refrendar el acuerdo de paz entre el Estado colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). «Tengo que perdonar. Es muy difícil perdonar, pero se puede. A mí me han destrozado la vida, he estado muy sumida en la depresión. Pero he podido asumir el perdón, porque lo necesito para no enfermar de dolor y rencor. Yo no quiero tener más miedo», dice Vanessa.

Ella, de 33 años y casada con un hombre que fue secuestrado por los paramilitares, ansía poder volver a Colombia. Que sus hijos „de 15 y 13 años„ puedan ver el país del que descienden sin temor a secuestros. Pero, ante todo, quiere volver a Colombia y que la paz reine en el país para hacer algo que nunca ha podido cumplir: visitar el lugar donde dicen que están enterrados sus padres.

Primero, para comprobar por sí misma lo que les contaron. Que su padre, que no secundó un paro ordenado por las guerrillas de las FARC y se negó a quedarse en casa, fue tiempo después secuestrado, torturado, asesinado y enterrado por unos campesinos que lo encontraron en la orilla de la carretera de un lugar llamado Los Chorros. Y que su madre, una vendedora de ropa que iba por los mercadillos de pueblo en pueblo, fue asesinada y enterrada por la guerrilla en un lugar llamado Caranal, en la región de Arauca.

Las tumbas de sus padres

Vanessa no vio nunca los cadáveres. Ni de uno ni de otro. «Nos hicieron saber a la familia que nadie viniera preguntando por mi madre y lo que le pasó, porque no saldrían vivos. En esas zonas rojas mandan los guerrilleros. Ellos son la ley. Y si te adentras allí queriendo investigar, te pueden secuestrar y tu vida está en peligro. Por eso nunca he podido ir a esa lugar ni dejar una flor adonde dicen que están enterrados mis padres».

Ella habla así porque todavía guarda una esperanza: que su madre no esté muerta. Que sea falso aquello que le contaron de que fue herida y murió arrastrándose. «Aún sueño con eso: cómo será ese sitio, en qué pensaba mi madre en ese momento, por qué hicieron eso. Es una cadena de preguntas, de miles de preguntas sin respuesta», explica Vanessa.

Pero la primera respuesta puede ser la de este domingo, cuando Colombia vota en referéndum si valida o no el proceso de paz que entierra un conflicto de 52 años de duración y que ha dejado 220.000 muertos y millones de desplazados. «Yo quiero dar un voto de confianza y creer que habrá un mejor mañana. Con odio y rencor no se logra nada. Por eso yo voy a perdonar a quienes mataron a mis padres, porque desde ahí puedo construir la paz en mi hogar, ya que este proceso me abre una esperanza: saber qué pasó con mis padres. Si mi madre apareciera, yo sería la mujer más feliz del mundo. Si no, al menos puedo llevarles una flor a su tumba», suspira Vanessa.

De la guerrilla al exilio

John Jairo Munebar tuvo dos fases. Primero fue miembro del M-19, un movimiento guerrillero colombiano al que se enroló con 21 años. Salía del seminario para hacerse cura y se convenció, dice, por un plato de arroz con patata en plato de aluminio al que le invitaron con mucho cariño en un barrio humilde de Bogotá. «Había que luchar, reivindicar, combatir las desigualdades», cuenta. Estuvo desde el 84 hasta el 90, cuando esa guerrilla entregó las armas y se desmovilizó. En esa época perdió el brazo derecho, aunque prefiere no detallar cómo.

Luego, como activista homosexual contra los crímenes de odio que se cometían contra homosexuales, recibió la amenaza de los paramilitares: tenía que abandonar el país en 48 horas o lo mataban. Así tuvo que hacerlo. Se refugió en España. Hoy votará que sí al acuerdo de paz entre el Estado y las FARC y empezará a soñar con una nueva Colombia.

«Sabemos que será duro y que no será fácil -dice-. Que es posible que pasen veinte años y se rearmen. Pero intentarlo es una tarea de todos. Yo quiero morir en mi país. Quiero poder seguir haciendo activismo reivindicativo y trabajar allá», explica. Y lanza una pregunta inquietante. Si el proceso de paz naufraga hoy en la votación popular, muchos activistas por el «sí» que se han significado tendrán que emigrar por temor a represalias. ¿Les dará asilo España a todos ellos? ¿Qué pasará? Son preguntas difíciles. Pero hay otras preguntas que duelen más. Como las que siguen atormentando a Vanessa.