Jorge Rodríguez cumplía el martes 39 años. Acudió a València a la toma de posesión del nuevo delegado del Gobierno y regresó a Ontinyent, su ciudad, donde tenía trabajo acumulado en la alcaldía y agenda que atender. Ni pensaba en esos momentos en el regalo que le tenía preparado la Unidad de Delincuencia Económica y Fiscal (UDEF) de la Policía Nacional horas después.

Rodríguez ha sido el rostro más destacado de la nueva hornada de jóvenes alcaldes socialistas. En 2011, con poco más de 30 años, llegó al despacho principal del Ayuntamiento de Ontinyent con el apoyo de Compromís y Esquerra Unida. Cuatro años después, arrasaba y se hacía con una aplastante mayoría absoluta (14 concejales, seis más que en 2011) que lo situaba aún más en el escaparate de nuevos valores del PSPV.

La consecuencia, casi lógica, fue señalarlo para un puesto notable en el mapa institucional valenciano. Cosas de la vida, fue el entonces secretario institucional del PSPV, José Manuel Orengo, el que promovió el nombre de Rodríguez para presidente de la Diputación de València. Joven, de las comarcas centrales y poco provincialista. Perfil idóneo para una institución que los socialistas cuestionan históricamente y que consideran que solo tiene sentido como satélite de las políticas de la Generalitat. La idea se impuso a pesar de que no todos en la dirección de Blanqueries la compartían.

Lo que viene después es un proceso común en estos casos: la emancipación del elegido conforme se siente afianzado en el cargo y escuchado en el partido. Una pieza clave es el jefe de gabinete elegido por Rodríguez, quien ya le había acompañado en el crecimiento político en Ontinyent: el periodista Ricard Gallego. Ha sido en estos años la figura de confianza del presidente de la diputación, por donde pasaban todas las decisiones que se tomaban.

El indicio de que Rodríguez quería tener su propio camino, institucional y político, lo marca la dimisión a principios de 2016 de Orengo, que había sido su primer jefe de gabinete en el Palau de Batlia. Hombre de confianza del líder del PSPV y presidente de la Generalitat y buen conocedor del entramado administrativo, el exalcalde de Gandia tenía que ser el puente con el Palau de la Generalitat y quien dirigiera los primeros pasos del alcalde de Ontinyent en la corporación provincial. La renuncia fue el reflejo de que algo no fluía como debía.

Días después llegaba el primer golpe de autoridad de Rodríguez. Entra en el mando de la empresa pública que aún se llamaba Imelsa con el relevo de José Ramón Tíller (cercano a Orengo) y la colocación de alguien próximo (Víctor Sahuquillo). El aparato de gobierno montado en la sociedad intervenida, que sufría aún las consecuencias del paso por allí como gerente del yonqui del dinero, Marcos Benavent, se empieza a desmoronar. El director jurídico, José Luis Vera, también queda apartado al poco, después de una polémica por el intento de contratación de una letrada que se considera próxima al PSPV.

Del objetivo de la limpieza de una empresa contaminada por la corrupción (incluido cambio de nombre: Divalterra ahora) se pasa a una etapa de conflictos continuos, internos en la cúpula y con los gobernantes de la diputación. Acaba con una derrota de Rodríguez, que ha de aceptar la cabeza de Sahuquillo después de que se conocieran los tiques de algunos gin-tonics que había cargado a la empresa después de comidas de trabajo con su equipo.

Es el momento en que la figura de Rodríguez se empieza a debilitar. La imagen de perfecto sucesor al liderazgo de Ximo Puig en el PSPV se empieza a resquebrajar. Con todo, sale bien colocado de la lucha por la secretaría general entre Puig y Rafa García (el hombre del grupo de José Luis Ábalos y los que habían estado siempre al lado de Pedro Sánchez en la batalla interna del PSOE). Trabaja con firmeza por Puig y, tras su victoria en el congreso de hace un año en la feria de Alicante, sale como portavoz de la ejecutiva del PSPV.

Sin embargo, las dudas a la hora de plantar batalla a Mercedes Caballero (la primera de las huestes de Ábalos) en la carrera por la dirección del PSPV en la provincia de València y la decisión final, compartida con Puig, de dejarlo estar vuelven a dañar la imagen del perfecto aspirante a líder del PSOE. Él siempre ha negado esas aspiraciones, pero cada uno de sus pasos, perfectamente medidos por Gallego, han sido pensados en el objetivo a medio plazo de no quedarse en la diputación. Nadie hubiera dudado antes de ayer que el nombre de Rodríguez era el de uno de los favoritos a ser el cartel de los socialistas valencianos el día después de Puig.

Hoy, posiblemente se arrepienta a cada minuto que pasa de no haber seguido su impulso inicial y haber extinguido Imelsa. Un nido de continuos males que, tras la detención, deja a Rodríguez con un futuro roto, emparejado a otros presidentes de la diputación caídos también en operaciones policiales.